Charlas en el cerrillo quiere ser un lugar de encuentro para todos aquellos interesados en la palabra escrita. Aquí tendrán cabida ideas, pensamientos, opiniones, anécdotas y relatos. Porque muchas veces las ideas más acertadas, los pensamientos más ingeniosos, las opiniones más certeras y las anécdotas más divertidas acaban perdiéndose por no tener un foro donde ponerse negro sobre blanco. También los relatos, cuando no se dispone de editor, terminan arrinconados en un cajón, razón por la cual muchas buenas historias jamás serán leídas.

jueves, 22 de marzo de 2012

Jo, qué flash

Y... ¿Cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? Es un truhán... que me ha robado todo. José Luis Perales susurraba en mi oído, melancólico y azucarado. Mas allá de los auriculares sonaba el traqueteo del tren. Mi cuerpo se bamboleaba al compás del vagón. Sólo una docena de personas ocupábamos el compartimento, todos inmersos en sus pensamientos. A mí, la música, me había hecho olvidar los problemas por unos momentos, aunque los acontecimientos de las últimas horas zumbaban en mi cabeza como un moscardón, una y otra vez. Por fin regresaba a casa, terminaba una semana terrible y el fin de semana me ayudaría. El lunes quedaba muy lejos. Hasta entonces mi única intención era descansar, relajarme, olvidar. Ni siquiera me enteré de cuándo el vagón se llenó. Estaba tan concentrada intentando apartar los recuerdos y escuchando la radio con los ojos cerrados que, al abrirlos, me sorprendió su mirada perforándome, unos ojos tan azules como el Mediterráneo que corría junto a la ventanilla, el pelo negro ensortijado, una amplia sonrisa de autosuficiencia en los labios y una colilla apagada en la comisura. La insolencia de su mirada me hizo estremecer. Me arrellané en el asiento y entorné los ojos para huir del presente. Imposible concentrarse en la música. Los malos recuerdos habían desaparecido pero notaba su mirada, inquietante, perturbadora. Mis ideas se alborotaron. 
No soy bonita y jamás me había encontrado en semejante situación. Siempre tuve la sensación de haber pasado por la vida de los hombres como el viento, sin dejar rastro. Hasta Joaquín, mi marido, que esperaba al final del trayecto, parecía haberme olvidado. Seguíamos juntos, más por amistad que por amor. Yo misma, que me había casado a lomos de una nube, miraba a otros hombres con esperanza, y eso que, sólo unos meses antes, no podía imaginarme en brazos de otro que no fuera mi Joaquín. Quise mostrarme indiferente, segura, imperturbable ante la insolencia del desconocido, pero notaba mis movimientos forzados. Una situación embarazosa, vaya que sí. 
Sentada frente a un desconocido que me estudiaba, que me examinaba, que escrutaba con el descaro del rufián, mi mirada iba de la ventanilla al suelo para no encontrarme con sus ojos turbadores. La imagen de mi marido se interpuso entre nosotros fugazmente, hasta que recordé su frialdad, y la mía. Caí en la cuenta de que había olvidado su cumpleaños y me irritó el despiste, esas cosas no me sucedían a mí. Tendría que volver a la ciudad al día siguiente y comprar cualquier tontería para cumplir con el ritual y maldita la gracia que me hacía. Esperaba que el fin de semana sirviera para recargar pilas. Podía comprarle algo  en el pueblo y salir del paso. Aunque no sería lo mismo. Joaquín es muy caprichoso y no deseaba contrariarle. ¡Le hacía tanta ilusión el Cartier! 
Sonreía al imaginar la decepción de Joaquín al abrir su regalo cuando noté su rodilla contra la mía. Abrí los ojos enojada y tropecé con los suyos, con su sonrisa burlona y autosuficiente, y la colilla apagada en la comisura de sus labios carnosos. Era un canalla y lo sabía, por eso jugaba conmigo. 
_Oye, perdona. ¿Tú no vives en Mataró? 
_No, respondí secamente y giré la cabeza hacia la ventanilla. 
¡Vaya, un ligón! Pensé confundida mientras buscaba refugio en los cristales y el mar que corría a nuestro lado. A lo lejos, un balandro enfilaba la bocana del puerto. Presentía su mirada fija en mí. 
Me sorprendieron los sentimientos encontrados que me sobrevinieron repentinamente. Por un lado me molestaba su descaro y por otro deseaba que continuara hablando. No tardó  en insistir 
_ ¿Seguro que no vives en Mataro? 
_ Segura. 
Respondí a su juego y, mientras le invitaba a proseguir, me mostraba descortés, forzada, distante. Coqueteaba porque creía dominar el juego. Dando a entender que no tenía intención de hablar con él, rogaba que no callara. Quería que se mostrara ingenioso y divertido para cruzar el puente tendido entre nosotros. Deseaba encontrar los límites y el deseo que tenía de hablar con aquél tío guapo se hizo irresistible. Primer error. Interpretó mi media sonrisa como el pistoletazo de salida. Casi le exigió al hombre sentado a mi izquierda intercambiar los asientos. Era guapo y atrevido. Me gustó su descaro, porqué negarlo. El aludido levantó las gafas del periódico deportivo que devoraba, le miró, me miró y se levantó, cediéndole el lugar, aunque no pudo reprimir un gesto de fastidio. 
_Es una amiga, mintió al cruzarse con él. Cuando estaban en pie el tren frenó y ambos se abrazaron para mantener el equilibrio. A punto estuvieron de derrumbarse sobre una anciana que contemplaba la escena sin comprender nada. Fue un momento cómico y reí abiertamente. Mi segundo error. 
El hombre de la mirada turbadora se dejó caer pesadamente a mi lado. Lo hizo deliberadamente para atraer toda mi atención, aunque ambos sabíamos que la química se había instalado entre nosotros. 
_Perdona. Con el traqueteo casi me siento sobre tus rodillas. Hay maquinistas que parecen hacer conseguido el carnet en una tómbola. 
Me estiré la falda y arreglé la blusa. Me sentía incómoda y dichosa. Ahora, con él sentado a mi lado, tenía libertad para mirar al frente. En esas apareció el revisor. Le entregué el billete y, antes de que pudiera recuperarlo, se me adelantó. Leyó el destino y me lo devolvió, sonriendo. 
_¿Arenys? Bonito pueblo. 
Enrojecí como una colegiala. 
_No, Mataró,respondí burlona. 
Tercer error. 
_El caso es que me recuerdas mucho a alguien. ¿No nos hemos visto antes? 
Vulgar. Muy vulgar la manera de empezar una conversación. Me hice la sorda. Empezaba a decepcionarme. Tampoco esperaba nada especial. Ni siquiera pretendía mantener una conversación inteligente con un desconocido. Hasta con los conocidos resultan difíciles ese tipo de conversaciones. 
El tren reanudó la marcha. Concentré toda mi atención en el andén desierto que iba quedando atrás y, después en el mar infinito. Pasaron unos segundos interminables hasta que habló otra vez. Descubrí que, a pesar de su vulgaridad, deseaba su conversación. Esperaba sus palabras. ¿Por qué? ¿Qué había pasado? Nada, simplemente quería hablar, conversar con alguien. Una charla trivial puede ser reconfortante. Yo la necesitaba y el tipo no era desagradable. ¿Por qué no? Un día era un día. Normalmente nunca hablo con desconocidos. Sin embargo aquel hombre poseía un magnetismo irresistible. Vestía con estudiado descuido pero en conjunto resultaba atractivo. Si, aunque hablara del tiempo, deseaba hablar con él. Para conversaciones profundas siempre quedaba Joaquín. Prácticamente era lo único que nos mantenía unidos, su inteligencia y erudición. Siempre le he admirado y, hasta unas semanas antes de aquel viaje, le amé como si fuera el único hombre sobre la Tierra. Pero, sin saber cómo ni porqué, un día me desperté fría a su lado. Sus caricias dejaron de excitarme, y sus manos, antes tan suaves, se tornaron ásperas. El cariño y la amistad eran el último reducto de lo que había sido amor y entrega por mi parte. 
_Si te molesto..., dijo al fin. 
Dejó la frase incompleta de forma estudiada. 
_¿Cómo?, caí. 
_Digo que, si te molesto..., volvió a lanzar el anzuelo. 
_No. No me molestas. 
_Pensaba que... 
_Normalmente no acostumbro a conversar con extraños. 
_Ni yo, no vayas a pensar. Pero es que creí que nos conocíamos. De verdad, tenía una sonrisa encantadora, y yo ganas de abandonarme y no pensar. Olvidarme de Joaquín y del maldito trabajo donde todo eran problemas. Además, ahora tenía que decidir quién se quedaba y quién se iba porque, según el director financiero, la empresa hacía aguas por todas partes, y yo, como jefa de departamento, tenía que elegir los colaboradores más eficientes, tenía que elegir a quién mandar al paro. Cuál de mis amigos, si es que mis colaboradores en el departamento pueden catalogarse como amigos, debía abandonar la nave. Una decisión extremadamente difícil. No sólo porque era necesario valorarlos uno por uno, sino porque tendría que elegir. Mi decisión destrozaría ilusiones y futuros. Y quien me aseguraba que no iba a equivocarme. Yo misma podría ser la siguiente en salir. Incluso, pensaba, aunque acierte plenamente nadie comprenderá jamás lo difícil que resulta tomar una decisión así. 
_¿Vives en Mataró?, me atreví a preguntar. 
_¿Quién yo? No. ¿Por qué? 
_Bueno, como me has preguntado si vivía, pensé que tú... 
_Es lógico. 
A esas alturas del viaje su rodilla estaba pegada a la mía y notaba su calor. No me retiré. Me divertía el juego. Nos habíamos convertido en el centro de atención. Por el simple hecho de entablar una conversación intrascendente, nos contemplaban expectantes. El hombre del periódico había detenido la lectura para observarnos, encontraba más interesante nuestra actitud que los próximos fichajes de su equipo. La viejecita también miraba. Una pareja, debían ser matrimonio porque ni se miraban, tampoco perdía detalle, y una jovencita regordeta, sentada junto al pasillo, devoraba con la vista a mi interlocutor mientras se relamía sus gruesos labios carmesí. 
_La gente ha perdido la inocencia, decía el hombre. ¿Por qué si alguien nos atrae, nos interesa, no le dirigimos la palabra? ¿Por vergüenza? ¿Por miedo? 
_Tal vez por vergüenza, me aventuré a replicar. 
_Por miedo, me atajó él con seguridad. La gente tiene miedo, miedo de los desconocidos, miedo a descubrir su soledad. ¿Tu tienes miedo de mí? 
_No, respondí segura. 
_Sin embargo, soy un desconocido. 
_Es verdad, pero no tengo ningún temor. 
_¿Estás segura? 
_Claro. También soy de las que opina que la gente debe recuperar el diálogo. Cada día hago el mismo trayecto, siempre coincido con las mismas personas. Ellas me conocen y yo las conozco. Algunas me intrigan. Sin embargo, nunca hablamos. Nos encerramos en nuestros pensamientos y en nuestros problemas, y casi rogamos para que ningún extraño nos importune. 
La charla prosiguió amena y divertida. Las personas con las que compartíamos espacio no existían, aunque nosotros representábamos su centro de atención. Todos eran reacios a retomar su rutina: leer el periódico, mascar chicle, mirarse la punta de los zapatos, contemplar el paisaje, las cosas que hacemos para evitar encontrarnos con la mirada del vecino. El tiempo transcurrió rápido mientras el tren avanzaba hacia mi destino. 
De pronto todo se precipitó. No recuerdo la frase ni el momento. Simplemente recuerdo cómo se estremeció hasta la última molécula de mi cuerpo. Había abierto mi coraza como una colegiala. ¡Le había contado tantas cosas! Notaba su aliento cálido en mi mejilla y me invadía la rabia. Estaba paralizada. La locomotora silbaba para anunciar su entrada en la estación de Mataró. El hombre del periódico se incorporó para salir. Deseé pedirle ayuda pero no tenía ni fuerzas, ni valor, ni ganas. 
_Vamos tía, dámelo, gritó con rabia. El hombre, que estaba a punto de salir, se volvió para mirarnos, los demás, sorprendidos por el grito, volvieron a sumergirse nuevamente en sus disimulos, aunque miraban por el rabillo del ojo. A él parecía no importarle la curiosidad de los cobardes. Se levantó y se paró frente a mí en actitud desafiante. Su mirada seguía siendo azul y su pelo negro y ensortijado, pero su gesto era violento y amenazador. 
_Venga. Dame el dinero, tía. 
Era increíble. Estaban atracándome ante decenas de personas y nadie movía un dedo. Lágrimas de rabia empaparon mis mejillas, lágrimas saladas como el mar que nos observaba al otro lado de la ventanilla. La mano me temblaba al entregarle el monedero. Me lo quitó de un manotazo. 
_¿Es de oro?, preguntó indicando el collar que colgaba de mi cuello. 
_Sí, balbuceé aturdida y furiosa. 
Lo arrancó con un estirón brusco y abandonó el vagón tranquilamente, como si nada hubiera ocurrido. Incluso el hombre del periódico se apartó temeroso para cederle el paso. No hizo el más mínimo intento por detenerle. 
_¡Qué sinvergüenza!, fue lo único que dijo antes de descender. 
_Jo, qué flash, apostilló la gordita del chicle, la música de cuyos auriculares se escuchaba en el silencio de un vagón petrificado. 
_¿Dónde iremos a parar? –filosofó el vejestorio. 
El matrimonio me miró sin decir esta boca es mía. El resto de los pasajeros ni se enteraron del atraco, y, los que lo presenciaron, volvieron a sus pensamientos. Nadie se interesó por mí. Les importaba un rábano lo ocurrido. Satisfechos de no haber sido las víctimas. 
El resto del viaje transcurrió en una nube. Con los ojos llenos de lágrimas por la insensatez  y la impotencia, y totalmente inmóvil, mirando desafiante a los viajeros que pretendían mostrarse compasivos, los que lo hacían terminaban mirando al suelo para ocultar su cobardía. Me preparaba para bajar cuando escuché otra vez a la gordita del chicle repetir como para sí: 
_Jo, qué flash.

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