Charlas en el cerrillo quiere ser un lugar de encuentro para todos aquellos interesados en la palabra escrita. Aquí tendrán cabida ideas, pensamientos, opiniones, anécdotas y relatos. Porque muchas veces las ideas más acertadas, los pensamientos más ingeniosos, las opiniones más certeras y las anécdotas más divertidas acaban perdiéndose por no tener un foro donde ponerse negro sobre blanco. También los relatos, cuando no se dispone de editor, terminan arrinconados en un cajón, razón por la cual muchas buenas historias jamás serán leídas.

domingo, 29 de enero de 2012

In... Justicia

Estamos regresando al pasado. Aunque nos falte el Delorian, volvemos atrás.  Esa es la consecuencia que se desprende del anuncio del Ministro de Justicia sobre la manera de acceder al Consejo General del Poder Judicial donde los jueces progresistas, si es que los hay, tendrán vetado el acceso. Además, la proyectada condena permanente revisable para los delitos que provoquen un gran impacto social supone, en la práctica, la creación de la pena de cadena perpetua para aquellos casos que periódicos y televisiones repitan hasta la saciedad.
La Justicia, que se suponía igual para todos, terminará siendo una justicia a la carta y sólo será accesible para quienes puedan costeársela, igual que ocurrirá con la educación y la sanidad.  Ese parece ser el camino que, con nuestros votos, hemos elegido, por tanto nada que objetar: cada uno recoge lo que siembra.  Parangonando a la alcaldesa de Madrid, si uno siembra manzanas no puede recoger peras, aunque a veces vayamos a por uvas y terminemos recolectando melones.
Indignarse puede ser una opción pero, si la indignación se guarda en el ámbito familiar y no se comparte con otros indignados resultará nula porque la lucha individual sólo conduce a una mayor frustración, también es necesario dotarse de un plan de acción en común con el que enfrentarse a las dificultades. Según parece, el anteproyecto presentado por Ruiz Gallardón a los medios de comunicación es idéntico al que a finales de los setenta presentó su padre, entonces dirigente de Alianza Popular, y que fue rechazado por el Senado.  Sin embargo, treinta y tantos años después, vuelven a la carga porque ahora disponen de la mayoría suficiente para aprobarlo.  Se trata de una ley retrógrada que nos devolverá a la época de la transición donde los nostálgicos del franquismo fueron apartados de las esferas del poder por los demócratas.
Pero la derecha jamás asume los cambios progresistas y permanece agazapada hasta que las condiciones socio políticas le ayuden a recuperar el poder para deshacer los cambios políticos y sociales que se vio obligada a aceptar pero que no les satisfacen.  Sólo los votos puede impedirles que nos devuelvan a la época que más les gusta: el medioevo.  Ya lo dijo el hijo de la duquesa de Alba: esa época donde las diferencias se solventaban con la espada.  Y donde, añado, los nobles no eran juzgados por los mismo fueros y sólo ellos disponían de la fuerza.  Esa sí es fue una época gloriosa... para algunos.

Elegido

-¡Hombre! Con tu apellido no podía ser de otra manera. – dijo el Otro.
-¡Calla joder, te van a oír. – replicó el interpelado con agresividad.  Cogió la botella de cerveza por el gollete y se la bebió de un trago, sin respirar.  Era la quinta de la mañana y los efectos del alcohol empezaban a notarse.  Nunca había sido un gran bebedor pero desde hacía un par de semanas se emborrachaba diariamente.  Se levantó con dificultad y caminó hasta la ventana para cerrarla.
-Venga Curro, soy tu amigo, ya lo sabes.
-Lo sé.  Hace muchos años que nos conocemos, pero eso no quiere decir que tengas que saberlo todo sobre mí.
-No es eso.  Pero...
-Lo mismo que todos los demás, sólo has venido por lo que has venido. ¿Quieres una cerveza?
-No deberías beber tanto.
-Si tú no quieres..., yo me voy a tomar otra.- dijo.
El Otro repasó con la mirada la estancia, de cuyas paredes colgaban varios trofeos de caza mayor disecados.  Cornamentas de ciervo y corzo, dientes de jabalíes, y presidiéndola, sobre la chimenea donde un leño ardía y crepitaba, una cabeza de jabalí, tan diestramente trabajada que, el gorrino salvaje, parecía haber atravesado la pared.
Curro regresó de la cocina con una cerveza mediada en la mano derecha y otra entera en la izquierda para su amigo quien permanecía extasiado frente a la cabeza disecada.  A pesar de haberla contemplado muchas veces, seguía mostrándose reacio a darle la espalda, así de amenazante parecía la cabeza del animal.
-¿Da miedo, ¿verdad?
-Hay que tener valor para enfrentarse a un bicho así.- afirmó con respeto el Otro.
-No lo creas, el miedo nos lleva a realizar actos heroicos.- Curro se hundió pesadamente en el sofá y los propios recuerdos.  El verraco que colgaba sobre el hogar se había defendido como el coloso que fue, ni siquiera las dos balas que le atravesaron de lado a lado lomo y barriga consiguieron acabar con su vida, hubo que seguir el rastro de sangre durante tres largas horas entre jaras y peñas.  Escapó por lo más espeso y escarpado del monte, allí donde la maleza era más tupida y abundante, siguió senderos y trochas cientos de veces recorridas por su camada.  El gorrino era grande, no cabía la menor duda, a duras penas le había adivinado en la linde del cortafuegos y le había descerrajado los dos tiros antes de que el animal le tomara el aire.  No sabía si había acertado, como parecía desprenderse del arruar del guarro y del rastro de sangre que iba dejando, o se trataba de una herida superficial.  La experiencia le decía que el animal herido resulta peligroso cuando está herido y se siente acorralado.  Eran muchas las historias que circulaban entre cazadores sobre perros destripados y hombres sorprendidos por guarros heridos.  Ese recuerdo frenó su carrera, concentrando los cinco sentidos en la espesura que tenía frente a él, atento a cualquier ruido, cualquier indicio de peligro.  Otra vez la lucha entre cazador y presa, donde vencía el más astuto, nunca el más fuerte.  Despreciaba las monterías porque le parecían carnicerías donde los señoritos dan rienda suelta a sus instintos atávicos, matando todo lo que se pone a tiro, cientos de piezas abatidas en una jornada de sangre y pólvora.  Curro prefería el cuerpo a cuerpo.  Los colmillos, la velocidad la astucia frente a la escopeta, siempre sólo, a lo sumo en pareja.  Ahí residía la esencia de la caza.  En perseguir a la presa, en descubrir sus porqueras, sus hozaderos, sus sendas, sus abrevaderos, no echarles el aire ni descubrirse hasta el disparo que anuncia la muerte. 
Curro recorría el monte a diario buscando indicios, abrevaderos y ciénagas donde solían acudir a barrearse las piezas de caza mayor.  El conejo, la liebre, la paloma, la perdiz y la tórtola le resultaba un mero ejercicio de tiro, un simple condimento para el arroz dominical.  Durante el tute vespertino las palabras volvían sobre la caza, los rastros, los indicios que los convecinos descubrían y de los que se hacía eco inmediato.  No respetaba vedas ni cotos, Curro cazaba cuando y como quería, sin responder a los requerimientos de forestales ni del Seprona,.
Había seguido el rastro verracos entre jara y madroños muchas veces, pero ese día topó con el animal moribundo en un claro donde el animal había ido a parar desorientado por la hemorragia y el terror.  Acorralado entre grandes riscos por los que le había resultado imposible trepar, la única de escapatoria era regresar por la misma vereda que le había llevado hasta allí, pero el camino se encontraba cerrado por el sudor penetrante del cazador.  El bicho respiraba con dificultad porque había perdido mucha sangre pero estaba dispuesto a presentar batalla, apoyó los cuartos traseros contra las piedras, y se preparó para morir matando.  Curro, enfrascado en la lucha, había olvidado recargar la escopeta, lo recordó al encontrarse frente al gorrino.  Ni había oído el rebudiar del animal que le esperaba jadeante.  Hombre y animal se miraron a los ojos, Curro comprendió que el animal lucharía hasta el final.  Con sangre fría sacó el puñal de la funda antes de que el jabalí le arrollara, armó el brazo y clavó la daga en el cuello, el guarro dio cuatro pasos y cayó fulminado.  Curro se sentó en la barriga del enemigo exánime, le arrancó el puñal del cuello y sintió un tremendo respeto por el animal que yacía a sus pies.
Todos en el pueblo conocían esta vieja historia que le gustaba recordar.  Sin embargo, desde hacía dos semanas, se despertaba sudoroso y temblón,  bebía más de lo recomendable y los placidos sueños se habían convertido en terribles pesadillas.  Había dejado de acudir a su cita diaria con los naipes y se mostraba huraño, taciturno y reservado.  Se reconocía el único culpable, Feliciano, el pastor, le había puesto sobre el rastro.  Feliciano siempre le había indicado donde encontrar las mejores piezas.  Era un buen rastreador pero nunca le había atraído la caza, si acaso algún tableto o algún lazo para la caza menor, pero jamás la escopeta, le atemorizaban las armas de fuego.  No lo dudó.  En cuanto Feliciano le indicó el lugar, quiso reconocerlo.  Estaba claro, por el destrozo junto a la tapia del viejo corral de la Eufemia, un verraco de grandes dimensiones merodeaba por allí.  Recorrió el lugar, evitando dejar el menor rastro de su presencia.  Los guarros son reservados y al menor indicio de peligro huyen.  El corral abandonado, está situado a unos diez metros de la linde del monte, un jaral espeso, pero el contorno había sido arado recientemente y, bajo el chaparro grande, se podía ver la tierra removida.  Antes de aproximarse  a la maleza, dejó caer unos granos de trigo que llevaba en el bolsillo,  con naturalidad, para que pareciera casual y que el instinto del animal no sospechara la celada.  Después reconoció la espesura hasta hallar el lugar por donde saldría el cerdo.  Descubrió tres trochas imperceptibles para miradas poco avezadas, en la segunda de las cuales encontró huellas de pezuñas, ramas rotas y cerdas parduscas en una aulaga.  Buscó un lugar para esconderse y no echarle el aire a la pieza.  Creyó encontrarlo en una peña, dos metros dentro del matorral.  Tuvo que romper un par de ramas para obtener mejor vista del campo.  Tras el reconocimiento se sintió satisfecho, el instinto del cazador se había puesto en marcha.  Al día siguiente volvió al lugar y comprobó que la pieza se había tragado el anzuelo, el trigo había desaparecido y el escarbadero todavía húmedo.   Estaba contento.  Recargó el cebo y volvió sobre sus pasos.
Durante dos semanas repitió el ritual.  Diariamente cebaba el lugar y lo reconocía.  Sólo una noche apareció la tierra sin remover.  Finalmente, la noche del domingo salió con la escopeta escondida.  Quienes le vieron salir adivinaron sus propósitos.
Llegó al otero al caer el sol, cebó la trampa y se encaramó a la peña desde donde dominaba el cebadero, el chaparro, el corral, las tres trochas y el veril por donde podía aparecer el animal.  Hacía frío, así que se arropó con el capote, montó la escopeta mecánicamente, apoyó la espalda contra la piedra, se frotó las manos para desentumecerlas y esperó.
Las horas transcurrieron lentamente pero se mantuvo alerta a pesar del duermevela.  Clareaba cuando el crujir de ramas al troncharse le hicieron echarse la escopeta a la cara.  La pieza se acercaba y, por el ruido, debía ser enorme.  Su instinto y experiencia le aconsejaron encañonar la segunda trocha, donde había encontrado las cerdas enganchadas en la aulaga, apuntó cuidadosamente esperando que el jabalí asomara.  El ruido entre el monte cesó bruscamente y el arruar del marrano le indicó que la presa se alejaba.  Era imposible que el puerco le hubiera tomado el aire porque el viento le refrescaba la cara.  Segundos después de bajar la escopeta, cuando se había resignado a otra noche de espera, escuchó un chasquido y después otro, débiles pero perceptibles al oído de un experto cazador.  Apuntó hacia el sendero más cercano.  Apareció claro y nítido, recortando la silueta sobre el veril.  Lentamente, asustado y temeroso, primero apareció la cabeza negra mirando a uno y otro lado, después un pie y luego el otro.  Cuando alcanzó el claro se levantó y escudriñó el chaparro y el derruido corral.  Curro dudó apenas unos segundos, pero le venció su instinto depredador, apuntó cuidadosamente y disparó. 
El hombre cayó fulminado al suelo.
Una hora pasó Curro subido en la peña, buscando una excusa imposible.  De nada le sirvió pensar que a su hijo le había robado varias veces los moros sin papeles de la plaza,  ni que Maritere les tuviera un miedo atávico, ni las incendiarias declaraciones de la esposa de un político retirado quien, al afirmar que las iglesias acabarían convertidas en mezquitas, atizaba las llamas del odio.  Tampoco las imágenes televisivas de los cientos de desgraciados abandonados a su suerte sobre frágiles embarcaciones.  Ni los rifirrafes entre diferentes comunidades le tranquilizaban.  Nada le sirvió de consuelo. 
Despertó del sopor del alcohol que le había amodorrado incluso en presencia del Otro, y lanzó la botella de cerveza vacía contra la chimenea.
-Es que apellidándote Matamoros no podía ser de otra manera.- dijo el Otro que parecía haberle leído los recuerdos.

viernes, 27 de enero de 2012

El primo Sebas







“Coño, lo que me faltaba.” Dijo mi padre cuando vio a mi primo Sebas llegar de la mano de la vecina del tercero segunda. Ni se dio cuenta de que yo estaba a su lado devorando un tebeo de Hazañas Bélicas. Y si se hubiera dado, no le habría importado mucho, por no decir nada. En aquellos tiempos no reparaban en mandangas, ni en cuidados sobre lo que los niños podíamos escuchar.


Yo acababa de cumplir los trece años y estaba fuertemente influenciado por la cultura beat, por el rock de Leed Zeppelín y Deep Purple, y pensaba que mi primo, cuatro años mayor, que había venido a vivir con nosotros desde el pueblo, era un hombre hecho y derecho. Su estética era la del cateto recién llegado, no sólo porque le encantaba la música de Manolo Escobar y Rafael Farina y porque vistiera bastante hortera, también porque caminaba por la vida con total desfachatez; parecía un caballo desbocado cuando lo moderno era dejarse llevar por la paz que emanaba de los cigarrillos de grifa y hachis. Su gusto musical coincidía con el de mi padre, en todo lo demás chocaban, claro que mi progenitor tampoco soportaba que yo me negara a cortarme el pelo como los hombres, ni que usara tejanos gastados, ni la música estridente que escuchaba a todas horas.


En el pueblo Sebas tenía una novia que bordaba sábanas y manteles, mientras él, en la ciudad, trataba de establecer alguna marca en el arte de la seducción, de lo contrario no podía explicarme que diariamente apareciera con una nueva conquista. La arrogancia y la prepotencia que mostraba al exhibirlas era otro rasgo de su personalidad que irritaba mucho a mi padre. Y a mí, que por entonces le admiraba, me sorprendía su capacidad para engatusar a las mujeres, sobre todo porque era un reto que yo jamás igualaría. 


Nada más llegar a casa se instaló, o le instalaron, en mi cama, entre mi hermano y yo. Compartíamos la cama porque la vivienda era pequeña y nosotros muchos. La única que dormía sola en una habitación era mi hermana mayor, por ser la chica y por ser mayor. Los demás teníamos que compartir catre, primero dos y luego tres, como ocurrió desde la llegada de Sebas. 


Todas las noches, antes de que el sueño nos venciera, el primo nos instruía en el arte de la conquista y otras cosas que desconocíamos. Mi hermano Rafa, el más pequeño, se dormía enseguida, lo que nos dejaba cierta libertad para hablar de mujeres más allá de lo que permitía el conocimiento, la edad y la época. Hablábamos, reíamos y no parábamos hasta que se escuchaba la voz tajante de mi padre invitándonos a dormir o sufrir las consecuencias.


Mi padre no es que tuviera mala leche, no, es que madrugaba y debía mostrarse servicial todo el día. El servilismo le agrió el carácter y, claro, lo pagaba con nosotros. Estaba enojado con la vida y con su destino pero, cuando estaba contento, nos deleitaba con sus batallitas. Yo prefería las de la guerra. Aunque él, cuando contaba algo de los años negros, siempre lo refería como vivencias de héroes anónimos. Héroes en el bando equivocado, olvidados, perseguidos, encarcelados. 


Mi padre, en alguna ocasión, refirió que él también había pasado por el campo de detención de Castuera. Pasó hambre, más que como perdedor, por ser hijo y nieto de campesinos sin tierras. La dura posguerra le dejó un miedo terrible a transgredir las normas. Trocó la fogosidad juvenil  en servilismo. Por eso, cuando vio llegar a mi primo Sebas de la mano de la vecina del tercero segunda, le entró una cólera terrible. 


Conseguir que le adjudicaran la conserjería en la que nos hacinábamos no resultó sencillo. Tuvo que reunir un dinero que no tenía para pagar al administrador del edificio. Hubo de recurrir a familiares, amigos, conocidos y conocidos de conocidos para reunir los veinte mil duros. Cien mil pesetas que aquel ladrón de guante blanco, por no decir otra cosa, se guardó en el bolsillo de la chaqueta con desprecio, sin contar el fajo de billetes que tanto esfuerzo había costado reunir y que endeudó a mi padre con los amigos, casi todos los conocidos y algunos desconocidos.  Siempre tan meticuloso, mi padre, apuntó en un bloc de hojas cuadriculadas y cubiertas azules nombres y cantidades de todos los prestamistas. Luego, mes a mes, bajo la severa supervisión de mi madre, fue devolviendo lo prestado, empezando por los más necesitados y por los más alejados. Devolvió lo prestado privándonos de algunas necesidades básicas. 


Sus funciones como conserje no eran la envidia de nadie, tenía que permanecer servicial y al pie del cañón las veinticuatro horas al día, no disponía ni de tiempo para comer. Cuando él almorzaba yo, por ser el mayor, le relevaba en la vigilancia. En esas horas perdidas del mediodía me aficioné a leer. Como era tímido y reservado pretendía pasar desapercibido y llegué a mimetizarme cual camaleón, de forma que algunos vecinos se quejaron por dejar la garita sin vigía al mediodía. El mimetismo sería la causa de la primera de una serie de durísimas reprimendas, posteriormente, cuando compramos la televisión, vendrían muchas más, porque dejé de escuchar cuando me hablaban, no por descortesía ni mala educación, sino porque la caja tonta absorbía toda mi atención.


Diariamente le sustituía como cancerbero a  la hora que Maritere, la hija adolescente de los del tercero segunda, regresaba del colegio de monjas donde estudiaba, con su falda plisada de cuadros escoceses, su jersey azul marino con cuello de pico sobre camisa blanca, su cara pecosa y su sonrisa adorable. Ella me saludaba cortésmente, ajena a mis ilusiones, y ambos nos ruborizábamos, yo infinitamente más. La adolescencia me reventaba por los poros en forma de espinillas. No estaba enamorado, ni mucho menos, simplemente me excitaban sus rodillas, sus pecas y sus ojos color miel. Si Maritere me gustaba, la que realmente me volvía loco era su madre, a quien siempre recordaré con un abrigo de visón y un vestido negro ajustadísimo, escotadísimo y cortísimo que dejaba adivinar su cuerpo proporcionado, el canalillo entre sus tetas y unos muslos torneados y firmes. La madre de Maritere había tomados por costumbre acariciarme la barbilla cada vez que me hallaba al alcance de su mano. Se burlaba de mi azoramiento y alababa mis ojos azules sin intuir que, con el roce de su mano suave y perfumada, yo me derretía, bebía los vientos por su aroma y la suavidad de su piel, y el recuerdo de lo que podía haber sido y no fue me arrastraba al váter donde daba rienda suelta a mi adolescente ebullición.


El primo Sebas transgredió la primera regla en relación con los vecinos, pero sobre todo con las vecinas: no acercarnos a ellas más allá de lo que la diferencia de clases estimaba correcto. Incumplir las normas paternas nos exponía a su ira. Ira que le resultaba difícil controlar. 


La tarde que el primo Sebas llegó de la mano de la vecina del tercero segunda, mi padre no llegó a pegarle, aunque temí que le soltara algún soplamocos, por la insolencia con la que respondió la amonestación y porque la indignación de mi padre aumentaba minuto a minuto. La bronca Sebas fue de campeonato. Ni siquiera le permitió cambiarse y, con sus hábitos de camarero, chaquetilla blanca y su pantalón negro, le hizo sentar en el sofá cama del comedor y le cantó las cuarenta en bastos. Yo no comprendía la razón de tanto enfado, el incidente no lo merecía. Un hombre en sus circunstancias, que había pasado una guerra y la había perdido, que había pasado hambre y miseria, tenía razones para tan gran enfado. Ni siquiera el miedo a perder el empleo justificaba esa agresividad. 


Yo había visto cómo mi padre y otros conserjes vecinos desnudaban con la mirada a la madre de Maritere, y había escuchado sus comentarios soeces. En la esquina de la calle, se reunían varios porteros de fincas urbanas, para hablar de fútbol, de toros y de mujeres, de otras cosas no hablaban por precaución. Desde su puesto de observación controlaban portales y vecinos, desgranaban vidas y milagros de sus vecinos, y despellejaban a los antipáticos y a los avaros. Entre los habituales, el del número veinticuatro no era muy apreciado, era gallego, del Ferrol y muy reservado y esquivo. Los cancerberos de la calle sospechaban que era confidente de la social, si no de qué un hombre joven y bien parecido pasaría el día haciendo reverencias.


No sé si la bronca fue el motivo que impulsó a mi primo Sebas a odiarnos y alejarse de nosotros definitivamente. No se marchó de inmediato, tardó casi un año, regresó al pueblo y se casó con la novia que bordaba sábanas y manteles, y sólo otra vez volvió a casa de mis padres. Lo hizo a bordo de un flamante Mercedes negro, conducido por un chofer con librea, para demostrar no sé qué a quién. Porque la verdad, si cuando éramos adolescentes me impresionaban su labia y sus conocimientos, la última vez que regresó a nuestras vidas me pareció un perdedor a pesar de sus ínfulas. Siempre le reproché que, cuando las cosas empezaron marcharle viento en popa, no tuviera un detalle con mis padres, quienes le acogieron y alimentaron como un hijo durante todo un año. Pero así son las cosas.


Cuando entró en la cocina, donde yo merendaba, no le reconocí, habían pasado diez años, por su aspecto cansado y cierto rictus de hastío que le ensombrecía la cara. Entró precedido por mi padre, que había envejecido prematuramente por el cáncer que le consumía y del que los médicos nos habían avisado que se acercaba al final. La enfermedad de mi padre no fue el motivo de su visita. Mi padre y él se encerraron en la garita de la portería, cerraron puerta y ventanilla y hablaron un rato largo, sin gritos ni aspavientos. Sin embargo, sus rostros mostraban que la plática era cualquier cosa menos plácida. Esperé algún gesto de reconocimiento por aquello de que habíamos compartido cama y secretos durante un largo año, pero se marchó como había llegado,.


Terminé los estudios de periodismo y, cuando empecé a colaborar en La Vanguardia como redactor de sucesos, me enteré de la historia oculta de mi primo Sebas. De por qué se marchó la primera vez, de lo que ocurrió posteriormente y por qué regresó a lomos de su cochazo. Se lo conté a mi padre en su lecho de muerte y éste se limitó a hacer un gesto de resignación, conocía la historia mejor que yo, pero nunca dijo esta boca es mía, ni a su hermana, la madre de Sebas, ni a su mujer ni a sus hijos. 


Sebas había llegado siendo un palurdo y regresó siendo un truhán, por mucho que su madre le vería siempre como un gran triunfador, incluso después que muriera acribillado a la puerta de su casa al bajar del Mercedes blindado en el que se desplazó los últimos años de vida. Tenía más miedo que vergüenza, y siempre iba acompañado por dos guardaespaldas, ninguno de los cuales hizo nada para defenderle.


Mi padre conoció siempre lo rápido que Sebas recorrió el camino del mal. Ninguno de los trapicheos, de los engaños y de los pequeños hurtos que jalonaron su estancia entre nosotros le fueron ajenos. Trabajar de sol a sol sirviendo mesas no era lo suyo, demasiado cansado para él y una manera lenta de enriquecerse, y Sebas necesitaba dinero con urgencia. Cuando se enteró de las partidas clandestinas de póquer que se organizaban en el bar donde servía mesas, en las que se apostaban grandes cantidades, se las ingenió para participar en las timbas. Como una cosa lleva a la otra, y el primo Sebas carecía de escrúpulos, pronto se vio perseguido por la policía. Sus correrías junto a personajes del hampa le pusieron en el punto de mira de la ley.


Nadie, excepto mi padre, sabía de su delincuencia. Mi padre había recibido la visita inesperada de un inspector que le puso al corriente de las andanzas del primo Sebas y de las compañías que frecuentaba. Por eso mi padre, cuando le vio llegar agarrado de la mano de Maritere, la vecina del tercero segunda, y sabiendo como sabía lo que su sobrino se llevaba entre manos, maldijo su infortunio, sin acordarse de que yo estaba a su lado. Como desconocía lo que se cocía en la cocina de mi propia casa, no entendí la reprimenda por semejante tontería. Intentar enamoriscar a una vecina a quien, por otro lado, a mi no hubiera importado enamorar, ni entonces, ni muchos años después, cuando ella y yo crecimos.


Comprendí por qué mi padre había rechazado el sobre que Sebas le tendió, un abultado sobre lleno de billetes de cinco mil. Con aquél dinero pretendió cerrar la boca de mi padre sobre algunos negocios oscuros. Un año de temores y sobresaltos no se compensan con dinero. Siempre creí que mi padre era pusilánime y adulador, y durante la adolescencia me burlé muchas veces de su figura enjuta y su falta de personalidad. Cómo lo siento ahora que sé la verdad y no puedo decírselo.


Mi padre pensaba que había conseguido despistar a sus perseguidores, pasar desapercibido, que finalmente había borrado su rastro. Tuvo que ocultarse para que el pasado le olvidara. Lo último que necesitaba vigilancia policial por culpa de un sobrino demasiado ambicioso y poco precavido. De la vida oculta de mi padre me enteré cuando sus camaradas cubrieron el ataúd con una enorme bandera roja antes de meterle en la incineradora. Sólo entonces supe que las historias, que siempre atribuyó a otros, eran suyas. Que el héroe era él. Durante el funeral no se derramaron lágrimas. Ni siquiera mi madre se permitió un detalle tan burgués. Ella también pensaba que el mejor homenaje era el silencio grave. Finalmente había dejado de preocuparse por todo y por todos pero, sobre todo, había dejado de sufrir. La muerte le había liberado.

miércoles, 18 de enero de 2012

El día que murió la abuela

El día que murió la abuela mi padre lanzó un suspiro de alivio, no en vano era su hijo.  Mi madre dibujó una sonrisa enigmática antes de componer el rictus de plañidera con que acompañaría el duelo y el funeral.  Mi hermano Rodolfo ni siquiera se molestó en ocultar el alivio que supuso la muerte de la vieja demente en que se había convertido la abuela.  Yo recordé mi infancia, junto a aquella mujer ruda de quien nunca escuché una queja.  Una viuda prematura que se vio obligada a ponerse el mundo por montera y enfrentarse al ambiente hostil que le afeaba su pasado, siempre bregando para mantener unida una familia que se desmoronaba.  Los veranos a su lado estuvieron repletos de aventuras.  Mis padres estaban muy ocupados fabricándonos el futuro,  por eso nos facturaban para el pueblo, con la abuela.  Allí descubrimos que las gallinas fueron antes que el huevo, que los peces nadan en el rio y que las manzanas crecen en los árboles y los melones en el suelo.  Rodolfo y yo nos enamoramos del mismo paleto, primo en segundo grado, cetrino, testarudo y bruto que cazaba pájaros con honda y se bañaba desnudo en las pozas del río.  De jóvenes, pretendimos librarnos de ese pasado como lo hacíamos de la ropa vieja y pasada de moda, nos avergonzábamos de haber sido felices con simplezas, después llegaron los años de alejamiento y olvido en los que renegamos de la infancia.  Mientras la abuela, desde la distancia, observaba en silencio.
Mis padres espaciaron sus visitas, hasta casi extinguirlas.   Amparándose en la carestía de la vida, segaron sus raíces, cortaron los vínculos con el pasado y olvidaron las penurias.  Descubrieron que el mundo era un pañuelo gracias a los viajes organizados y conocieron países nuevos y viejas culturas superficialmente, lo único que se puede hacer a bordo de un autocar que recorre quince países en diez días.  Los viajes relámpago fueron el mejor aliado que mi madre había podido encontrar para alejarse de la suegra.
Rodolfo y yo, mientras tanto, crecimos hacia fuera, nuestra relación con la familia se redujo a encuentros causales y rápidos.  La casa familiar se convirtió en un lugar donde dormir y descansar.  El hogar se diluyó.  Cada cual hacía su vida.  Mis padres con sus viajes y nosotros viajando en un torbellino.  Nos creíamos indestructibles y felices.
Como empecé a trabajar muy joven, pude independizarme pero no lo hice.  Rodolfo perseguía un mundo de sueños imposibles.  Así vivimos durante años, ignorando a la abuela que envejecía en soledad, apagándose en su abandono.  Mientras nosotros, subidos en el globo de una equívoca felicidad, olvidamos que vivía.  El día de Navidad la llamábamos por teléfono fingiendo cariño, pero cedíamos el auricular inmediatamente porque nos faltaban las palabras.  No podíamos perder nuestro tiempo escuchando a una mujer que bordeaba la locura.
Una llamada telefónica en mitad de la noche hizo saltar todas las alarmas.  María, la vecina de la abuela, la había encontrado tirada en el pasillo, delirando enfebrecida y en un estado lamentable.  Se convocó cónclave familiar inmediatamente.  Había que decidir qué hacer con la anciana.  Mi padre, sintiéndose culpable por haberla cambiado por los viajes, decidió instalarla en casa, sin atender a razones.  Mis tíos protestaron sin estridencias, lo suficiente para ocultar la alegría ante la determinación de su hermano. Mi madre hizo un intento de rebelión razonada, pero mi padre cortó el intento con una pregunta hiriente:
─¿Y si fuera tu madre?
No hubo más.  Cargamos a la abuela en el automóvil y la trajimos a la ciudad.  Como no disponíamos de habitación para ella, instalaron un plegatín en la mía y la acomodaron a mi lado.  Mi madre, con buen criterio, se había negado convertir el salón en dormitorio. En vano protesté la decisión.  Rodolfo se negó a compartir su espacio conmigo, ni sopesó la posibilidad.  La decisión le favorecía.
Pensé en alquilar un apartamento para independizarme.  Iba a cumplir los treinta y mi habitación, mi refugio, había dejado de ser un remanso de paz y sosiego.  Pasé semanas sopesando la idea de marcharme. Nacho, mi novio, rechazó la propuesta de compartir apartamento, dijo no estar preparado para el compromiso.  Para la fiesta, la parranda y el cachondeo era el compañero idóneo, siempre con ganas de reír y hacernos reír, pero de ahí a comprometerse…  No me esperaba esa reacción, llevábamos juntos doce años, y creía conocerlo bien.  Nuestra relación nunca volvió a ser la misma.  Rompimos definitivamente unos días antes de la muerte de la abuela.  Pero esa es otra historia que hoy no me apetece recordar.
Asentada en el plegatín del que apenas se levantaba, la abuela empezó a entrometerse en mi vida, hasta el punto de parecerme insoportable.  Criticaba mis ideas, mis maneras, mis amistades, mi vestuario, intervenía en las conversaciones con Nacho y pretendía organizarlo todo.  Mis padres siempre habían sido indulgentes, no sé si por liberalismo o por encogimiento de ánimo pero la abuela no demostraba pudor en decir lo que pensaba, sin importarle el daño. 
La homosexualidad de Rodolfo, que tanto hacía sufrir a mi padre, aunque pretendiera ocultarlo, disgustaba a la abuela que le reprendía su afeminamiento y las malas compañías.  Alguno de los de su grey fue expulsado de casa con cajas destempladas por una mujer senil y furibunda que, frente a las protestas de Rodolfo, se limitó a murmurar.
─En casa no quiero sarasas.
¿Dónde aprendería esa palabra?  ¡Quién sabe!  La mente humana es extraña.  Ese vocablo motivó otra fuerte discusión entre mis padres.  Sus voces traspasaban las paredes y llegaban claras hasta nosotras y, aunque la abuela parecía no prestar atención, su boca mostraba una enigmática sonrisa.  Sus salidas de tono, cada vez más frecuentes, no constituían el único motivo de disputa, también temíamos sus acciones imprevisibles, porque escondía las cosas más insospechadas en los lugares más imprevisibles.  Comida, ropa y enseres variopintos aparecían cuando y donde menos sospechábamos.  Se levantaba a horas intempestivas, lavaba sus prendas en el bidet, escondía comida tras los radiadores o se sentaba en el suelo del pasillo,  asustándonos al encontrarla junto a la puerta de la calle, esperando quién sabe qué.
El médico diagnosticó demencia senil.  Mi madre propuso ingresarla en una residencia.  Mi padre, que se culpabilizaba por el deterioro de su madre, se negó, colocando su matrimonio al borde del precipicio.  Su terquedad también impidió que la abuela rodara de hijo a hijo.
Cuando la tensión familiar parecía a punto de estallar, la abuela nos despertó con un quejido roto, ahogado.  Nunca he vuelto a escuchar un lamento igual.  Incapaz de explicarnos qué le ocurría mientras se retorcía de dolor, antes de que llegara el médico de urgencias, devolvió lo que parecían excrementos.  En el hospital, una doctora novicia, nos informó de la gravedad, apuntó sin circunloquios la posibilidad de un cáncer y regresó a sus quehaceres dejándonos boquiabiertos.  La ingresaron en una planta que olía igual que su vómito.  Le prohibieron comer y beber, porque sus intestinos no funcionaban correctamente.   Le hicimos compañía hasta la madrugada, pero como la mujer parecía resignada y tranquila la dejamos al cuidado de las enfermeras.  Mi padre se resistió pero, ante nuestra insistencia, depuso su actitud.
Al día siguiente lucía un aparatoso apósito sobre la ceja derecha, estaba atada a la cama de pies y manos, y gritaba insultos y amenazas.  Un médico, joven e indocumentado, nos informó que la abuela se había arrancado los tubos que barrenaban su cuerpo, se había levantado de la cama, orinado en el suelo, resbalado con su propia orina y caído, con la mala fortuna de haberse golpeado contra el suelo, lo que le había causado una brecha en la ceja que había sido necesario suturar, pero las radiografías no mostraban ninguna lesión grave.  La siguiente semana la sometieron a todo tipo de pruebas y fue necesario recolocarle el tubo de la nariz varias veces diariamente porque se lo arrancaba, pero ni los gritos ni los insultos cesaron.  Viejas historias y miedos atávicos salieron a la luz.
La familia se organizó para relevarse en el cuidado y la vigilancia. Nuestras vidas se alteraron.  Los hijos, con mayor o menor entrega, se alternaban en el cuidado de la madre.  Los nietos, exentos de esa obligación, la visitábamos muy de tarde en tarde. 
Finalmente se confirmó el cáncer.  Una masa en el intestino que era necesario extirpar inmediatamente.  Ninguno de los hijos atinaba a preguntar, por eso intervine.  Quise conocer el tipo de intervención, los resultados podían esperarse, cómo se recuperaría y el tiempo que transcurría hasta la total recuperación.
─Ellos saben lo que hacen ─mi padre puso cara de fastidio.
─Pero aún así… ─no me dejó terminar.
─Está decidido. 
Diez días después del vómito pestilente la metieron en quirófano.  Nadie nos explicó en qué consistía la operación, sólo que iban a operarla.  Todos sus hijos y algunos nietos aguardamos mientras la abuela era operada a vida o muerte.  Tres horas después de entrar salió la misma doctora novicia que la atendió en urgencias, para informarnos de que, a pesar de la edad y las complicaciones, todo había ido bien y muy pronto podríamos llevárnosla de vuelta a casa.  Cuando la llevaron a la habitación, dos horas más tarde, la abuela no parecía la abuela.  Tenía la misma cara, la misma figura y todo lo demás era suyo, pero no era ella.  Nuevos tubos salían de su cuerpo.  Lloré.  Por primera vez en muchos meses deseaba recuperar a la mujer con la que pasé los veranos de mi infancia.  La mujer fuerte y ruda que no tenía pelos en la lengua, la que defendía a los suyos como una fiera.  Esa era la abuela que quería recuperar.  Lloraba quedamente cuando noté el brazo de mi padre sobre los hombros.
─No te preocupes hija, se recuperará.
─¿Tú crees?
─Claro, hija ─en aquél momento no vi sus ojos brillantes.
Con el paso de las horas, la abuela parecía recuperarse.  Seguía insultando y amenazando, pero tenía momentos de lucidez.  Parecía que podría volver a ser la mujer alegre y vital que yo recordaba.  Empezó a comer otra vez.  Los médicos anunciaron la fecha del alta.  La noticia causo reacciones diversas, unos nos alegramos y otros no.  El día previsto para su salida del hospital me acerqué a verla, nuevamente estaba atada y muy alterada, su cuerpo desprendía un olor nauseabundo.  Corrí en busca de ayuda.  La enfermera trató de explicarme que se habían visto obligadas a atarla porque estaba agitada y temían que se lastimara.  Se había arrancado la bolsa y no habían tenido tiempo de limpiarla.
─¿Bolsa, qué bolsa?─sorprendida.
─La bolsa de colostomía.
─¿Y eso qué es? ─estupefacta.
─La bolsa que recoge los excrementos.
─¿Cómo?  ¿Que recoge qué? ─anonada, pasmada.
─A su abuela le han practicado un agujero en el abdomen por donde salen las heces.  ¿No lo sabía?
─No, no lo sabía.  Nadie me lo ha dicho ─impresionada, sobrecogida, desconcertada.
─Bueno, no se preocupe.  Cuando podamos la lavaremos y le cambiaremos la cama.  Estamos con una emergencia.
¿Limpiar a mi abuela, rebozada en su propia mierda, no era urgente?  No tuve fuerzas para protestar.  Hice de tripas corazón y me senté a su lado, le cogí la mano y me tragué la rabia.  Tardaron más de una hora en venir.  Tenía ganas de matar a alguien, cualquiera que luciera una bata blanca podía acabar hecho papilla.  La rabia me corroía.
Regresé a casa y me encerré en mi habitación.  El plegatín seguía tal cual lo había dejado cuando la llevamos al hospital.  No sé qué impulso me llevó a mirar las fotos de la infancia.  Estaba repasando las viejas imágenes cuando mi padre vino a decirme que la abuela no saldría del hospital, de momento.  Tragué saliva y seguí a lo mío.
─¿Tú sabías lo que le iban a hacer? – le pregunté durante la cena
─¿A quién?
─A tu madre  ─le grité.
─No, no lo sabía.  Tampoco pregunté.  Ellos son los profesionales. ─¿No te dijeron en qué consistía la operación?
─El médico dijo que, en caso contrario, moriría.
─¡Ah sí!
─Hija, por favor ─terció mi madre.
─¿Y tú, mamá, lo sabías?
─Yo ¿qué iba a saber?  Son cosas de tu padre, y sus hermanos.
─¿Ya sabéis por donde caga? ─volví a gritar.
─Hija, por favor, estamos cenando.
─La abuela apenas puede valerse por sí misma.  ¿Quién se va a ocupar de ella, de su higiene, de cambiarle esa maldita bolsa, papá? 
─El médico dijo…, me aseguró que…, yo… ─balbuceaba, sonó el teléfono y todos enmudecimos, expectantes.
─El hospital  ─informó mi madre─, la abuela.
Dejamos los platos sobre la mesa y salimos corriendo.  Cuando llegamos la habían llevado otra vez al quirófano.  Empezó a sangrar y hubo que operar de urgencia.   Terminada la intervención, nos dejaron verla unos minutos, tiempo suficiente para comprobar que la abuela había dejado de ser la abuela.  La curiosidad me llevó a levantar la sábana, la herida del abdomen iba desde el pubis hasta el esternón.  Su piel estaba más pálida de lo habitual.  Quedé horrorizada. 
La imagen me atormentó durante días, aún me duele al recordarlo.  No podía comer, ni dormir, ni concentrarme.  Cuando la trasladaron nuevamente a la habitación era otra persona.  No tenía fuerzas ni para insultar ni para quejarse.  Se consumía lentamente, y sólo yo parecía darme cuenta de su progresivo deterioro.  Mi familia seguía escudándose tras de las tranquilizadoras palabras de los médicos y pensaban que sanaría y saldría caminando por su propio pie, no querían admitir que la abuela descendía por una pendiente sin retorno.  A efímeras mejorías sucedía mayor postración.  Una mujer, ya de por sí, enjuta convertida en piel y huesos porque todo cuanto comía lo vomitaba, los sueros eran su único alimento.  La abuela, que no se había quejado jamás, era un continuo ay.  Como no entendía la necesidad de la bolsa pegada sobre su vientre, se la arrancaba al menor descuido.
  Una convalecencia tan prolongada mermó la resistencia de toda  la familia.  Y, cuando todos empezaron a flaquear, yo tomé el relevo sin proponérmelo ni pensarlo.  Su habitación en el hospital se convirtió en mi refugio y, consciente de que la abuela erraba entre fantasmas y vivía una realidad, le fui relatando mis sueños y temores.  No deseaba su futuro para mí y la sospecha de que podía morir sola nos unió como nunca antes.
Sus hijos silenciaban sus conciencias con visitas nerviosas, breves y lacónicas, mientras los médicos alargaban el infructuoso tratamiento.  Unos consentían el martirio que otros prescribían, nadie cuestionaba el beneficio.  Protesté enérgicamente pero mi padre y mis tíos me silenciaron con cierto atropello de palabras.
―¿Quién te has creído que eres?
―La abuela está sufriendo  ―argumenté.
―¡Qué sabrás tú!
―¿Por qué no la dejáis morir en paz? ―insistí.
―Los médicos hacen su trabajo.  ¡Qué hijo crees que sería si no hiciera todo lo que está en mis manos para curar a mi madre!
―Te equivocas, papá.  La abuela se muere.
―Calla.  Vete a casa, ya hablaremos ―contemporizó mi madre.
―Mamá, tengo treinta años.
―¿Y qué?  ¿Eso te da derecho a replicar a tu padre?
―No le replico.  Sólo quiero hacerle ver…
―Calla, por favor, calla.
Mi padre y sus hermanos miraban al vacío con gesto agrio, nadie habló.  Siguieron escudriñando el infinito en busca de la respuesta cuando salí airada.  De regreso en casa me encerré en mi habitación y me estiré en el plegatín.  Me acurruqué y lloré desconsoladamente.  Rodolfo, que me oyó, entró, me besó en la nuca y, con su falta de sensibilidad, lo remató.
―Te has pasado con los viejos.
―¿Qué? ―sorpresa.
―Que te has pasado.
―¿Por qué? ―estupor.
―Papá está sufriendo y tú no le ayudas con tus ideas.
―¿Con mis ideas?  ¿Cuántos días hace que no vas a verla? ―agresividad.
―¿Eso qué tiene que ver?
―Mucho.  Ella nos necesita.  Se muere.  No ha enloquecido.  Sabe que su final se cerca y, a veces, pierde el oremus, pero no tiene miedo, quiere morir y nosotros no la dejamos.  ¿Sabes lo que desea? ¿Lo sabes?  Sueña reencontrarse con su marido.  ¡Imagínate!  Ella, que se niega a pisar una iglesia, convencida de que pasará la eternidad con él.
―Eso confirma que está como una regadera.
―No.  Eso sólo confirma que, cuando le vemos los cuernos al diablo, afloran los miedos atávicos.
―Papá nunca consentirá, ni los tíos.
―Lo único que pretendo es que la dejen en paz.
―¿Dónde está la diferencia?  No hacer nada es malo y hacerlo peor.
―No te equivoques, Rodolfo.  Yo no quiero acelerar su muerte, quiero que la dejen morir, que no la martiricen, no se merece que prolonguen su agonía.  ¿Tú crees que tanta prueba y tanta operación va a servir para algo?
―Yo que sé.  Esas cosas las saben los médicos, para eso cobran.
―¿Lo piensas realmente?
―Deberían saberlo.
―Cuando realizas una de tus esculturas, ¿te preocupas por el sufrimiento de los materiales que utilizas?
―No compares.  Las piedras no sufren.
―Y quién te dice que, para los médicos, los pacientes no son sus piedras.  Ellos no se implican emocionalmente con sus pacientes,  si lo hicieran, querido hermano, no existirían y, si existieran, estarían locos.  Ese asunto compete únicamente a las familias.  Eso era lo que intentaba decirle a papá.  Somos nosotros quienes tenemos que velar por su bienestar.  Los médicos tienen que curarles, siempre que sea humanamente posible pero, frente a las enfermedades incurables, somos nosotros quienes debemos procurarles una muerte digna, quienes tenemos que impedir que se ensañen con ellos en nombre de la ciencia.  La abuela morirá más pronto que tarde.  ¿Qué sentido tiene prolongar su dolor?  ¿Tranquilizar nuestras conciencias?  Todo es una mierda Rodolfo.  Una gran mierda.
Rodolfo no contestó, me acarició el pelo y salió meditabundo.  Mi padre telefoneó, la abuela había empeorado.  Le supliqué que no autorizara otra intervención.  No contestó.   Tras la tercera operación, la abuela permaneció varios días en cuidados intensivos, sedada, conectada a una máquina que le insuflaba vida.  Me negué a visitarla y, cuando lo hice, cinco días después, sólo aguanté diez minutos a su lado.  Completamente inmóvil, con los ojos cerrados y nívea, sólo el movimiento del pecho demostraba que seguía viva, no pude resistirlo y salí huyendo.  Mi madre quiso retenerme sin éxito.
Al décimo día la sacaron de cuidados intensivos, le habían retirado casi todos los tubos.  Nunca recuperó el cocimiento.  Falleció sin poder despedirse de sus hijos y nietos. 
Cuando le dieron sepultura, mi padre, con lágrimas en los ojos, me llevó aparte:
―No me juzgues duramente.  Yo siempre deseé lo mejor para ella.  Es muy duro hacerse a la idea de perderla para siempre.  Hasta el último momento pensé que se curaría, que volvería a ser la misma.  Creía que a ti te movía el egoísmo, que deseabas su muerte por el incordio que representó en los últimos meses.  Perdóname hija, al final he comprendido que sólo querías evitarle más sufrimiento.  Prométeme que, cuando llegue mi hora, no serás tan estúpida como yo.
Nos abrazamos como hacía muchos años que no lo hacíamos.  No hubo más lágrimas de tristeza.  La abuela, por fin descansaba en paz.

domingo, 15 de enero de 2012

Mentiras como molinos

Una de las cosas más sorprendentes del mundo en que vivimos es la capacidad que tienen los seres humanos para el autoengaño.  A los santos de nuestra devoción les perdonamos cualquier insulto, porque creemos que lo hace por nuestro bien.  Por contra, si quien nos engaña es persona non grata, no le toleramos ni las verdades más evidentes, convencidos de que sólo pretende embaucarnos. 
Tanto en política y religión, como en ciencia y humanidades, todos tenemos nuestros maestros, a quienes respetamos y seguimos dócilmente porque les creemos infalibles y honrados, incapaces de traicionarnos ni mentirnos.  Esa entrega, sólo comparable a la del niño con su madre, termina convirtiéndonos en irracionales.  Por la devoción que sentimos hacia maestros y guías espirituales, terminamos perdiendo la razón.  No se trata de locura, ni mucho menos, lo que perdemos es la capacidad de raciocinio, de ver el mundo con nuestros propios ojos.
Esa falta de objetividad, cada vez más evidente, propicia la impunidad de los mentirosos. Hacer lo contrario de lo prometido no levanta críticas ni produce el menor menoscabo en las personas; por contra, si la mentira y el engaño reportan beneficios económicos, provoca envidia y admiración.  Todos quieren situarse junto al triunfador, aunque el triunfo provenga de la falsedad y del embuste, por si reparte beneficios entre los aduladores. 
¿Qué, si no, puede significar el hecho de que, allí donde la especulación y el despilfarro ha campado por sus respetos, los aprovechados no solo han repetido victoria en las elecciones, sino que, en muchos casos han superado las expectativas?
Tengamos ídolos, idolatrémosles, pero mantengamos la cabeza fría para pensar.  No tenemos por qué comulgar con ruedas de molino.  Porque reconozcamos la viga en el ojo propio no vamos a restarle méritos al líder.  Las personalidades se construyen con fracasos y aciertos, no hay hombres infalibles, ninguno.  En cuanto hombre todos somos inexactos, inseguros, falibles, y por eso somos diferentes a los animales, por eso nos llamamos racionales, aunque muchos ejemplares se aproximen más a la bestia por su manera de actuar que al humano de quien tienen el aspecto.

Bucaneros


De que los banqueros son descendientes directos de los bucaneros no cabe la menor duda.  Desde que el Banco Central Europeo se dedica a repartir miles de millones de Euros a los Bancos al 1% de interés, éstos los utilizan para comprar deuda de los países, propios o ajenos, nada menos que al 3%. Comprar dinero barato para invertirlo en productos de bajo riesgo y alta rentabilidad puede que no sea delito, pero es inmoral cuando lo hacen con los mismos dineros públicos con los que los contribuyentes contribuimos a sufragar la crisis.  Resulta inaceptable tanta desvergüenza cuando a los ciudadanos se nos pide un gran esfuerzo económico comprobar que los bancos utilizan nuestra debilidad para enriquecerse más todavía.
Claro que la culpa no es solo suya, nuestros gobiernos, empezando por el europeo y terminando por el municipal son los verdaderos culpables del expolio que se está produciendo en las arcas generales, por no legislar contra la práctica bancaria del "carry trade" o, cuando menos, penalizar ese tipo de actuaciones en aquellos bancos que hayan recibido dinero público.  En anteriores crisis, cuando faltaba dinero, los gobiernos de turno ponían en marcha la máquina de hacer billetes acción que, aunque propiciaba la especulación, finalizaba en manos de los ciudadanos; ahora, con la excusa de la crisis, el dinero se otorga a las instituciones financieras, léase bancos, para que éstos la repartan en forma de créditos, sin embargo en vez de utilizar el dinero prestado para ayudar a la economía nacional lo utilizan para el lucro personal.  Craso error, han puesto a vigilar la caja de caudales a Alí Babá y los cuarenta ladrones, así no vamos a ir muy lejos.  A ese desatino de nuestros gobernantes debemos sumar la sensación de corrupción generalizada que rezuma este país por los cuatro costados.  Representantes municipales, autonómicos, centrales y reales han metido la mano en la caja en algún momento de su gestión, el despilfarro ha sido generalizado durante años en todo el espectro político y ahora piden que nos apretemos el cinturón porque el sistema se hunde.
En todo caso, resulta doloroso, cuando no esperpéntico, que todo el esfuerzo económico para salir de la crisis se les demande a los contribuyentes, mientras que los causantes de la misma reciben ayudas estatales sin contraprestaciones de ningún tipo.  Posiblemente la bancarrota de algunas instituciones financieras podría acabar con el sistema económico que conocemos, pero salvarlas a cualquier precio va a contribuir a la quiebra de muchas economías familiares que difícilmente superarán la depresión que se avecina.
Hemos votado hace apenas dos meses y hemos decidido el gobierno que queremos pero tal vez debamos recapacitar, todos, y pensar si la actual deriva económica es la que va a llevarnos a buen puerto.

viernes, 6 de enero de 2012

¿Y ahora?

El 15 M representó una bocanada de aire fresco para la joven, aunque anquilosada, democracia española.  Inspirado en los movimientos juveniles del norte de África que terminaron derrocando viejas y sanguinarias dictaduras, los jóvenes españoles ocuparon las plazas de varias ciudades con la intención de terminar con el estado de cosas que les disgustaban.  Fue un movimiento espontáneo, libre y un tanto utópico, porque intentaba socavar un sistema que muchos de los que acampados no estaría dispuesto a abandonar jamás.
Existen muchas, muchísimas imperfecciones en el mundo, y muchas más en el sistema político que potencia y sustenta esta sociedad de consumo, y cada una de ella afecta a gran número de ciudadanos: desempleo, corrupción, despilfarro, especulación, desahucios, inseguridad, etc.  Tantos y tan variados son los problemas que les afectan que resultaría imposible enumerarlos todos.  Esa multitud de imperfecciones ha llevado al hartazgo generalizado, a la ocupación de espacios públicos y a manifestaciones contra el sistema democrático y sus representantes.
Pero, ay, la democracia, con ser imperfecta, es de momento el sistema más justo que han encontrado para gobernarse.  Por eso resulta más inverosímil pensar que la intención de los indignados sea tumbar la democracia, sus pretensiones apuntan más bien a recuperar el espíritu de la misma.  Porque, no nos engañemos, todos podemos encontrar un motivo de indignación para salir a la calle y protestar; lo difícil es aunar voluntades para hallar un único objetivo.
En tiempos de la dictadura española se decía que contra Franco se luchaba mejor, premisa totalmente cierta, pues existiendo un único objetivo todos los opositores luchaban, si no en la misma dirección, por lo menos con idéntico fin.  Actualmente, hallar ese objetivo que una voluntades, debería ser una prioridad para los indignados, porque en la división de fuerzas radica la propia debilidad y la fortaleza del sistema que se pretende socavar.  Empujando en una misma dirección, sumando fuerzas y esfuerzos, se obtienen más y mejores resultados que con acciones individuales, por muy heroicas que puedan ser, cuando se alcance el primer objetivo: renovar la democracia, podrán buscarse las satisfacciones individuales.  Basta mirar al pasado para entender que ese es el camino acertado, mirando atrás encontraremos muchos nombres de personajes muy significadas en la lucha contra el Régimen que actualmente abrazan posiciones ultraliberales pero que no dudaron en sumar sus fuerzas a personas de ideologías diversas, para ayudar al desmantelamiento y superación de la dictadura.
Encontrar un objetivo común, además de construir una plataforma unitaria que represente a los descontentos del sistema, resulta imprescindible. Las dos últimas consultas electorales han demostrado que, la falta de un aglutinante, dispersa el voto entre una miríada de partidos pequeños, diluyéndolo y convirtiendo las reivindicaciones y la indignación en simples anécdotas, cuando no ha resultado negativo porque ha desviado el voto hacia los grupos del espectro político más alejados de los ideales de quienes iniciaron las protestas.

jueves, 5 de enero de 2012

Donde dije digo, digo Diego

Pues no, tampoco el PP tenía la solución. No es que les creyéramos cuando anunciaban a bombo y platillo que ellos eran los únicos que podían solucionar todos los problemas del país si obtenían la confianza de los votantes, pero con su primera decisión económica han demostrado que no tenían ni idea y, lo que es peor, han  confirmado lo que ya sospechábamos, quienes pagarán el pato de la crisis van a ser los de siempre: los asalariados.
Además de habernos engañado (no cabe consuelo porque fuera en campaña ni porque todos lo hacen) el mutismo del nuevo Presidente del Gobierno sólo puede obedecer al pánico frente al abismo que tiene delante (y recemos para que no sea debido a que aún no se ha repuesto por la sorpresa frente al triunfo). Lo cierto es que el número de parados continua subiendo y las medidas anunciadas parecen destinadas a intentar inflar una nueva burbuja sin el agua jabonosa de la construcción desatada.
Basta pasearse por las calles de las grandes ciudades para comprender que la recesión ha llegado para quedarse entre nosotros, y no sabemos por cuanto tiempo.  Las tiendas están vacías, los dependientes tristes y los transeúntes más.  Ha desaparecido la fiebre despilfarradora que caracterizaba a este país hace apenas tres años.  Si, parece ser que ha aumentado la venta de artículos de lujo, vaya novedad; los ricos no padecen las crisis, las provocan, y con gobiernos dedicados a reírles las gracias en forma de descuentos en las aportaciones a las arcas generales, exenciones de impuesto y permisiones varias no extraña que hagan ostentación de su poderío económico.  Pero el ciudadano anónimo, el que vive de un sueldo que ve menguar más cada día que pasa, acaba encerrado en casa, comiendo lo justo y viendo más y más televisión, temeroso del futuro, no vaya a ser que los recortes terminen afectándole a él también.
Encerrarse en casa y consumir televisión no es la mejor solución.  Tal vez fuera mejor salir a la calle, observar y preguntar.  Comprender que depende de las personas anónimas, de miles de personas anónimasl, la opción política que tome las riendas de la situación. Porque, aunque intenten hacernos creer que todas las políticas económicas son iguales, no es verdad.  No solucionan lo mismo los unos que los otros, ni ponen los acentos en los mismos lugares.  Pero lo que ninguno parece dispuesto a atajar es el problema de la corrupción y el despilfarro, porque con esas armas consiguen los seguidores fieles y abnegados que alaban a quienes les alimentan y denigran a los adversarios.  
No es necesario indicar quienes son los buenos y quienes los malos, esa es una opción personal, pero resulta imprescindible tomar partido, salir a la calle y participar, porque la política no es una actividad que deba dejarse en manos de profesionales, porque en política no existen, y no existen porque se trata de una actividad particular, intransferible y necesaria, pues un voto bien pensado y bien depositado, aunque parezca increíble, es un arma de destrucción masiva.