El día que murió la abuela mi padre lanzó un suspiro de alivio, no en vano era su hijo. Mi madre dibujó una sonrisa enigmática antes de componer el rictus de plañidera con que acompañaría el duelo y el funeral. Mi hermano Rodolfo ni siquiera se molestó en ocultar el alivio que supuso la muerte de la vieja demente en que se había convertido la abuela. Yo recordé mi infancia, junto a aquella mujer ruda de quien nunca escuché una queja. Una viuda prematura que se vio obligada a ponerse el mundo por montera y enfrentarse al ambiente hostil que le afeaba su pasado, siempre bregando para mantener unida una familia que se desmoronaba. Los veranos a su lado estuvieron repletos de aventuras. Mis padres estaban muy ocupados fabricándonos el futuro, por eso nos facturaban para el pueblo, con la abuela. Allí descubrimos que las gallinas fueron antes que el huevo, que los peces nadan en el rio y que las manzanas crecen en los árboles y los melones en el suelo. Rodolfo y yo nos enamoramos del mismo paleto, primo en segundo grado, cetrino, testarudo y bruto que cazaba pájaros con honda y se bañaba desnudo en las pozas del río. De jóvenes, pretendimos librarnos de ese pasado como lo hacíamos de la ropa vieja y pasada de moda, nos avergonzábamos de haber sido felices con simplezas, después llegaron los años de alejamiento y olvido en los que renegamos de la infancia. Mientras la abuela, desde la distancia, observaba en silencio.
Mis padres espaciaron sus visitas, hasta casi extinguirlas. Amparándose en la carestía de la vida, segaron sus raíces, cortaron los vínculos con el pasado y olvidaron las penurias. Descubrieron que el mundo era un pañuelo gracias a los viajes organizados y conocieron países nuevos y viejas culturas superficialmente, lo único que se puede hacer a bordo de un autocar que recorre quince países en diez días. Los viajes relámpago fueron el mejor aliado que mi madre había podido encontrar para alejarse de la suegra.
Rodolfo y yo, mientras tanto, crecimos hacia fuera, nuestra relación con la familia se redujo a encuentros causales y rápidos. La casa familiar se convirtió en un lugar donde dormir y descansar. El hogar se diluyó. Cada cual hacía su vida. Mis padres con sus viajes y nosotros viajando en un torbellino. Nos creíamos indestructibles y felices.
Como empecé a trabajar muy joven, pude independizarme pero no lo hice. Rodolfo perseguía un mundo de sueños imposibles. Así vivimos durante años, ignorando a la abuela que envejecía en soledad, apagándose en su abandono. Mientras nosotros, subidos en el globo de una equívoca felicidad, olvidamos que vivía. El día de Navidad la llamábamos por teléfono fingiendo cariño, pero cedíamos el auricular inmediatamente porque nos faltaban las palabras. No podíamos perder nuestro tiempo escuchando a una mujer que bordeaba la locura.
Una llamada telefónica en mitad de la noche hizo saltar todas las alarmas. María, la vecina de la abuela, la había encontrado tirada en el pasillo, delirando enfebrecida y en un estado lamentable. Se convocó cónclave familiar inmediatamente. Había que decidir qué hacer con la anciana. Mi padre, sintiéndose culpable por haberla cambiado por los viajes, decidió instalarla en casa, sin atender a razones. Mis tíos protestaron sin estridencias, lo suficiente para ocultar la alegría ante la determinación de su hermano. Mi madre hizo un intento de rebelión razonada, pero mi padre cortó el intento con una pregunta hiriente:
─¿Y si fuera tu madre?
No hubo más. Cargamos a la abuela en el automóvil y la trajimos a la ciudad. Como no disponíamos de habitación para ella, instalaron un plegatín en la mía y la acomodaron a mi lado. Mi madre, con buen criterio, se había negado convertir el salón en dormitorio. En vano protesté la decisión. Rodolfo se negó a compartir su espacio conmigo, ni sopesó la posibilidad. La decisión le favorecía.
Pensé en alquilar un apartamento para independizarme. Iba a cumplir los treinta y mi habitación, mi refugio, había dejado de ser un remanso de paz y sosiego. Pasé semanas sopesando la idea de marcharme. Nacho, mi novio, rechazó la propuesta de compartir apartamento, dijo no estar preparado para el compromiso. Para la fiesta, la parranda y el cachondeo era el compañero idóneo, siempre con ganas de reír y hacernos reír, pero de ahí a comprometerse… No me esperaba esa reacción, llevábamos juntos doce años, y creía conocerlo bien. Nuestra relación nunca volvió a ser la misma. Rompimos definitivamente unos días antes de la muerte de la abuela. Pero esa es otra historia que hoy no me apetece recordar.
Asentada en el plegatín del que apenas se levantaba, la abuela empezó a entrometerse en mi vida, hasta el punto de parecerme insoportable. Criticaba mis ideas, mis maneras, mis amistades, mi vestuario, intervenía en las conversaciones con Nacho y pretendía organizarlo todo. Mis padres siempre habían sido indulgentes, no sé si por liberalismo o por encogimiento de ánimo pero la abuela no demostraba pudor en decir lo que pensaba, sin importarle el daño.
La homosexualidad de Rodolfo, que tanto hacía sufrir a mi padre, aunque pretendiera ocultarlo, disgustaba a la abuela que le reprendía su afeminamiento y las malas compañías. Alguno de los de su grey fue expulsado de casa con cajas destempladas por una mujer senil y furibunda que, frente a las protestas de Rodolfo, se limitó a murmurar.
─En casa no quiero sarasas.
¿Dónde aprendería esa palabra? ¡Quién sabe! La mente humana es extraña. Ese vocablo motivó otra fuerte discusión entre mis padres. Sus voces traspasaban las paredes y llegaban claras hasta nosotras y, aunque la abuela parecía no prestar atención, su boca mostraba una enigmática sonrisa. Sus salidas de tono, cada vez más frecuentes, no constituían el único motivo de disputa, también temíamos sus acciones imprevisibles, porque escondía las cosas más insospechadas en los lugares más imprevisibles. Comida, ropa y enseres variopintos aparecían cuando y donde menos sospechábamos. Se levantaba a horas intempestivas, lavaba sus prendas en el bidet, escondía comida tras los radiadores o se sentaba en el suelo del pasillo, asustándonos al encontrarla junto a la puerta de la calle, esperando quién sabe qué.
El médico diagnosticó demencia senil. Mi madre propuso ingresarla en una residencia. Mi padre, que se culpabilizaba por el deterioro de su madre, se negó, colocando su matrimonio al borde del precipicio. Su terquedad también impidió que la abuela rodara de hijo a hijo.
Cuando la tensión familiar parecía a punto de estallar, la abuela nos despertó con un quejido roto, ahogado. Nunca he vuelto a escuchar un lamento igual. Incapaz de explicarnos qué le ocurría mientras se retorcía de dolor, antes de que llegara el médico de urgencias, devolvió lo que parecían excrementos. En el hospital, una doctora novicia, nos informó de la gravedad, apuntó sin circunloquios la posibilidad de un cáncer y regresó a sus quehaceres dejándonos boquiabiertos. La ingresaron en una planta que olía igual que su vómito. Le prohibieron comer y beber, porque sus intestinos no funcionaban correctamente. Le hicimos compañía hasta la madrugada, pero como la mujer parecía resignada y tranquila la dejamos al cuidado de las enfermeras. Mi padre se resistió pero, ante nuestra insistencia, depuso su actitud.
Al día siguiente lucía un aparatoso apósito sobre la ceja derecha, estaba atada a la cama de pies y manos, y gritaba insultos y amenazas. Un médico, joven e indocumentado, nos informó que la abuela se había arrancado los tubos que barrenaban su cuerpo, se había levantado de la cama, orinado en el suelo, resbalado con su propia orina y caído, con la mala fortuna de haberse golpeado contra el suelo, lo que le había causado una brecha en la ceja que había sido necesario suturar, pero las radiografías no mostraban ninguna lesión grave. La siguiente semana la sometieron a todo tipo de pruebas y fue necesario recolocarle el tubo de la nariz varias veces diariamente porque se lo arrancaba, pero ni los gritos ni los insultos cesaron. Viejas historias y miedos atávicos salieron a la luz.
La familia se organizó para relevarse en el cuidado y la vigilancia. Nuestras vidas se alteraron. Los hijos, con mayor o menor entrega, se alternaban en el cuidado de la madre. Los nietos, exentos de esa obligación, la visitábamos muy de tarde en tarde.
Finalmente se confirmó el cáncer. Una masa en el intestino que era necesario extirpar inmediatamente. Ninguno de los hijos atinaba a preguntar, por eso intervine. Quise conocer el tipo de intervención, los resultados podían esperarse, cómo se recuperaría y el tiempo que transcurría hasta la total recuperación.
─Ellos saben lo que hacen ─mi padre puso cara de fastidio.
─Pero aún así… ─no me dejó terminar.
─Está decidido.
Diez días después del vómito pestilente la metieron en quirófano. Nadie nos explicó en qué consistía la operación, sólo que iban a operarla. Todos sus hijos y algunos nietos aguardamos mientras la abuela era operada a vida o muerte. Tres horas después de entrar salió la misma doctora novicia que la atendió en urgencias, para informarnos de que, a pesar de la edad y las complicaciones, todo había ido bien y muy pronto podríamos llevárnosla de vuelta a casa. Cuando la llevaron a la habitación, dos horas más tarde, la abuela no parecía la abuela. Tenía la misma cara, la misma figura y todo lo demás era suyo, pero no era ella. Nuevos tubos salían de su cuerpo. Lloré. Por primera vez en muchos meses deseaba recuperar a la mujer con la que pasé los veranos de mi infancia. La mujer fuerte y ruda que no tenía pelos en la lengua, la que defendía a los suyos como una fiera. Esa era la abuela que quería recuperar. Lloraba quedamente cuando noté el brazo de mi padre sobre los hombros.
─No te preocupes hija, se recuperará.
─¿Tú crees?
─Claro, hija ─en aquél momento no vi sus ojos brillantes.
Con el paso de las horas, la abuela parecía recuperarse. Seguía insultando y amenazando, pero tenía momentos de lucidez. Parecía que podría volver a ser la mujer alegre y vital que yo recordaba. Empezó a comer otra vez. Los médicos anunciaron la fecha del alta. La noticia causo reacciones diversas, unos nos alegramos y otros no. El día previsto para su salida del hospital me acerqué a verla, nuevamente estaba atada y muy alterada, su cuerpo desprendía un olor nauseabundo. Corrí en busca de ayuda. La enfermera trató de explicarme que se habían visto obligadas a atarla porque estaba agitada y temían que se lastimara. Se había arrancado la bolsa y no habían tenido tiempo de limpiarla.
─¿Bolsa, qué bolsa?─sorprendida.
─La bolsa de colostomía.
─¿Y eso qué es? ─estupefacta.
─La bolsa que recoge los excrementos.
─¿Cómo? ¿Que recoge qué? ─anonada, pasmada.
─A su abuela le han practicado un agujero en el abdomen por donde salen las heces. ¿No lo sabía?
─No, no lo sabía. Nadie me lo ha dicho ─impresionada, sobrecogida, desconcertada.
─Bueno, no se preocupe. Cuando podamos la lavaremos y le cambiaremos la cama. Estamos con una emergencia.
¿Limpiar a mi abuela, rebozada en su propia mierda, no era urgente? No tuve fuerzas para protestar. Hice de tripas corazón y me senté a su lado, le cogí la mano y me tragué la rabia. Tardaron más de una hora en venir. Tenía ganas de matar a alguien, cualquiera que luciera una bata blanca podía acabar hecho papilla. La rabia me corroía.
Regresé a casa y me encerré en mi habitación. El plegatín seguía tal cual lo había dejado cuando la llevamos al hospital. No sé qué impulso me llevó a mirar las fotos de la infancia. Estaba repasando las viejas imágenes cuando mi padre vino a decirme que la abuela no saldría del hospital, de momento. Tragué saliva y seguí a lo mío.
─¿Tú sabías lo que le iban a hacer? – le pregunté durante la cena
─¿A quién?
─A tu madre ─le grité.
─No, no lo sabía. Tampoco pregunté. Ellos son los profesionales. ─¿No te dijeron en qué consistía la operación?
─El médico dijo que, en caso contrario, moriría.
─¡Ah sí!
─Hija, por favor ─terció mi madre.
─¿Y tú, mamá, lo sabías?
─Yo ¿qué iba a saber? Son cosas de tu padre, y sus hermanos.
─¿Ya sabéis por donde caga? ─volví a gritar.
─Hija, por favor, estamos cenando.
─La abuela apenas puede valerse por sí misma. ¿Quién se va a ocupar de ella, de su higiene, de cambiarle esa maldita bolsa, papá?
─El médico dijo…, me aseguró que…, yo… ─balbuceaba, sonó el teléfono y todos enmudecimos, expectantes.
─El hospital ─informó mi madre─, la abuela.
Dejamos los platos sobre la mesa y salimos corriendo. Cuando llegamos la habían llevado otra vez al quirófano. Empezó a sangrar y hubo que operar de urgencia. Terminada la intervención, nos dejaron verla unos minutos, tiempo suficiente para comprobar que la abuela había dejado de ser la abuela. La curiosidad me llevó a levantar la sábana, la herida del abdomen iba desde el pubis hasta el esternón. Su piel estaba más pálida de lo habitual. Quedé horrorizada.
La imagen me atormentó durante días, aún me duele al recordarlo. No podía comer, ni dormir, ni concentrarme. Cuando la trasladaron nuevamente a la habitación era otra persona. No tenía fuerzas ni para insultar ni para quejarse. Se consumía lentamente, y sólo yo parecía darme cuenta de su progresivo deterioro. Mi familia seguía escudándose tras de las tranquilizadoras palabras de los médicos y pensaban que sanaría y saldría caminando por su propio pie, no querían admitir que la abuela descendía por una pendiente sin retorno. A efímeras mejorías sucedía mayor postración. Una mujer, ya de por sí, enjuta convertida en piel y huesos porque todo cuanto comía lo vomitaba, los sueros eran su único alimento. La abuela, que no se había quejado jamás, era un continuo ay. Como no entendía la necesidad de la bolsa pegada sobre su vientre, se la arrancaba al menor descuido.
Una convalecencia tan prolongada mermó la resistencia de toda la familia. Y, cuando todos empezaron a flaquear, yo tomé el relevo sin proponérmelo ni pensarlo. Su habitación en el hospital se convirtió en mi refugio y, consciente de que la abuela erraba entre fantasmas y vivía una realidad, le fui relatando mis sueños y temores. No deseaba su futuro para mí y la sospecha de que podía morir sola nos unió como nunca antes.
Sus hijos silenciaban sus conciencias con visitas nerviosas, breves y lacónicas, mientras los médicos alargaban el infructuoso tratamiento. Unos consentían el martirio que otros prescribían, nadie cuestionaba el beneficio. Protesté enérgicamente pero mi padre y mis tíos me silenciaron con cierto atropello de palabras.
―¿Quién te has creído que eres?
―La abuela está sufriendo ―argumenté.
―¡Qué sabrás tú!
―¿Por qué no la dejáis morir en paz? ―insistí.
―Los médicos hacen su trabajo. ¡Qué hijo crees que sería si no hiciera todo lo que está en mis manos para curar a mi madre!
―Te equivocas, papá. La abuela se muere.
―Calla. Vete a casa, ya hablaremos ―contemporizó mi madre.
―Mamá, tengo treinta años.
―¿Y qué? ¿Eso te da derecho a replicar a tu padre?
―No le replico. Sólo quiero hacerle ver…
―Calla, por favor, calla.
Mi padre y sus hermanos miraban al vacío con gesto agrio, nadie habló. Siguieron escudriñando el infinito en busca de la respuesta cuando salí airada. De regreso en casa me encerré en mi habitación y me estiré en el plegatín. Me acurruqué y lloré desconsoladamente. Rodolfo, que me oyó, entró, me besó en la nuca y, con su falta de sensibilidad, lo remató.
―Te has pasado con los viejos.
―¿Qué? ―sorpresa.
―Que te has pasado.
―¿Por qué? ―estupor.
―Papá está sufriendo y tú no le ayudas con tus ideas.
―¿Con mis ideas? ¿Cuántos días hace que no vas a verla? ―agresividad.
―¿Eso qué tiene que ver?
―Mucho. Ella nos necesita. Se muere. No ha enloquecido. Sabe que su final se cerca y, a veces, pierde el oremus, pero no tiene miedo, quiere morir y nosotros no la dejamos. ¿Sabes lo que desea? ¿Lo sabes? Sueña reencontrarse con su marido. ¡Imagínate! Ella, que se niega a pisar una iglesia, convencida de que pasará la eternidad con él.
―Eso confirma que está como una regadera.
―No. Eso sólo confirma que, cuando le vemos los cuernos al diablo, afloran los miedos atávicos.
―Papá nunca consentirá, ni los tíos.
―Lo único que pretendo es que la dejen en paz.
―¿Dónde está la diferencia? No hacer nada es malo y hacerlo peor.
―No te equivoques, Rodolfo. Yo no quiero acelerar su muerte, quiero que la dejen morir, que no la martiricen, no se merece que prolonguen su agonía. ¿Tú crees que tanta prueba y tanta operación va a servir para algo?
―Yo que sé. Esas cosas las saben los médicos, para eso cobran.
―¿Lo piensas realmente?
―Deberían saberlo.
―Cuando realizas una de tus esculturas, ¿te preocupas por el sufrimiento de los materiales que utilizas?
―No compares. Las piedras no sufren.
―Y quién te dice que, para los médicos, los pacientes no son sus piedras. Ellos no se implican emocionalmente con sus pacientes, si lo hicieran, querido hermano, no existirían y, si existieran, estarían locos. Ese asunto compete únicamente a las familias. Eso era lo que intentaba decirle a papá. Somos nosotros quienes tenemos que velar por su bienestar. Los médicos tienen que curarles, siempre que sea humanamente posible pero, frente a las enfermedades incurables, somos nosotros quienes debemos procurarles una muerte digna, quienes tenemos que impedir que se ensañen con ellos en nombre de la ciencia. La abuela morirá más pronto que tarde. ¿Qué sentido tiene prolongar su dolor? ¿Tranquilizar nuestras conciencias? Todo es una mierda Rodolfo. Una gran mierda.
Rodolfo no contestó, me acarició el pelo y salió meditabundo. Mi padre telefoneó, la abuela había empeorado. Le supliqué que no autorizara otra intervención. No contestó. Tras la tercera operación, la abuela permaneció varios días en cuidados intensivos, sedada, conectada a una máquina que le insuflaba vida. Me negué a visitarla y, cuando lo hice, cinco días después, sólo aguanté diez minutos a su lado. Completamente inmóvil, con los ojos cerrados y nívea, sólo el movimiento del pecho demostraba que seguía viva, no pude resistirlo y salí huyendo. Mi madre quiso retenerme sin éxito.
Al décimo día la sacaron de cuidados intensivos, le habían retirado casi todos los tubos. Nunca recuperó el cocimiento. Falleció sin poder despedirse de sus hijos y nietos.
Cuando le dieron sepultura, mi padre, con lágrimas en los ojos, me llevó aparte:
―No me juzgues duramente. Yo siempre deseé lo mejor para ella. Es muy duro hacerse a la idea de perderla para siempre. Hasta el último momento pensé que se curaría, que volvería a ser la misma. Creía que a ti te movía el egoísmo, que deseabas su muerte por el incordio que representó en los últimos meses. Perdóname hija, al final he comprendido que sólo querías evitarle más sufrimiento. Prométeme que, cuando llegue mi hora, no serás tan estúpida como yo.
Nos abrazamos como hacía muchos años que no lo hacíamos. No hubo más lágrimas de tristeza. La abuela, por fin descansaba en paz.