Charlas en el cerrillo quiere ser un lugar de encuentro para todos aquellos interesados en la palabra escrita. Aquí tendrán cabida ideas, pensamientos, opiniones, anécdotas y relatos. Porque muchas veces las ideas más acertadas, los pensamientos más ingeniosos, las opiniones más certeras y las anécdotas más divertidas acaban perdiéndose por no tener un foro donde ponerse negro sobre blanco. También los relatos, cuando no se dispone de editor, terminan arrinconados en un cajón, razón por la cual muchas buenas historias jamás serán leídas.

martes, 29 de noviembre de 2011

Quo vadis Europa?


La sustitución de los presidentes de Grecia y Portugal, elegidos con el voto directo de griegos e italianos en uso de sus derechos democráticos, ha sido un verdadero GOLPE DE ESTADO protagonizado por los mercados. Esta vez  no han sido los militares quienes han dado el paso adelante para SALVARNOS de nosotros mismos, ha sido el capital.
Resulta paradójico que todos los medios de comunicación unánimemente hayan apoyado el cambio de los representantes legítimos por tecnócratas sin ideología.
¿Sin ideología?  ¿El dinero no tiene ideología? ¿Los tecnócratas carecen de ideología?  Por supuesto que la tienen, y siempre resulta perjudicial para los intereses del ciudadano común.  Todos, sin excepción, abrazan el liberalismo como único camino para salir de la crisis. Vaya por Dios.  Si el mercado se autoregula, y sólo en ese Dios podemos confiar, cuando estamos comprobando en nuestras carnes que eso es mentira, dejarlo todo en sus manos parece una aventura demasiado arriesgada.  Los tecnócratas obedecen a unos amos avariciosos que no dudaran en tirarnos por la borda para aumentar sus beneficios, entonces, ¿no sería mejor, como hicieron después de la crisis de 1929, un plan de inversión pública para remontar la situación en lugar de apostar por los recortes y la contención cuyo único logro es la contracción de la economía?  Continuar con la política económica actual como fórmula magistral para remontar el vuelo sólo beneficia a quienes nos arrastraron a esta situación: los especuladores.
Los gobiernos nacionales parecen haber perdido toda autonomía, no sólo en política económica donde los mercados financieros son los que marcan las pautas a seguir, también en los aspectos sociales, pues son los representantes de los mercados quienes diseñan las reformas.  Pero con todo, lo más preocupante y peligroso, por lo que representa de pérdida de soberanía y de involución, es el paulatino abandono de las reglas del juego democrático.
Los tiempos excepcionales demandan reglas del juego excepcionales, pero olvidar de dónde venimos puede hacernos regresar al pasado. Todavía estamos a punto de reaccionar, nuestros hijos no se merecen que les leguemos un mundo peor que el que recibimos.
Ahora que se avecina un cambio de gobierno esperemos que los nuevos dirigentes, que siempre han destacado por su "nacionalismo" para con las autonomías, mantengan ese nacionalismo frente a los mercados y ante las instituciones europeas, que no sean estos últimos quienes marquen su agenda.  Aunque mucho me temo que ese deseo es pura utopía, porque el presidente electo ya anunció, en un alarde de liderazgo y elocuencia "que haría lo que hubiera que hacer".

lunes, 28 de noviembre de 2011

Justicia cósmica

Lo he pensado muchas veces y siempre me sorprende porque no logro comprenderlo no entiendo cómo se produce el milagro de la vida bueno sí entiendo lo del espermatozoide y el óvulo que se encuentran y se dividen y subdividen hasta formar una persona pero a mí me intriga por qué el espermatozoide que llevaba la mitad de mi código genético fue el primero en llegar a su destino y el único en fecundar el óvulo de mi mamá yo he hecho mis cuentas he pensado que en cada eyaculación se expulsan entre diez y veinte millones de “bichitos” cada uno con una información diferente pues un matrimonio como el de mis padres que es el caso que me preocupa mantiene relaciones sexuales unas tres veces por semana y si sumamos  las veces que mi padre se lo hizo con la “alemanita” desde la adolescencia y las poluciones nocturnas resultan unos tres billones y medio de probabilidades de que naciera otro que yo por eso no me explico la fortuna que tuve de nacer además soy hijo único y papá y mamá tenían sus años cuando se conocieron se casaron y se amaron podía haber nacido cualquier otro en mi lugar diferente en muchas cosas y parecido en otras tantas puesto que hubiera sido también la unión de dos gametos diferentes de unos mismos padres eso de que naciera alguien que podría ser yo y no serlo realmente no se si me alegra o me entristece a veces cuando la cabeza está a punto de explotarme por la migraña y por las vocecitas que no callan casi nunca pienso que fue una desgracia ser yo o el espermatozoide que me transportaba en su cabeza el primero en alcanzar la meta en cambio cuando se callan las voces y me encuentro alegre creo que fue una suerte que no podía ser de otra manera que el destino existe para todo y para todos que esa fuerza dirige el universo que está fuera del alcance de la inteligencia humana y todos formamos parte de un plan perfectamente trazado por eso no me extraño de las cosas que ocurren pues soy consciente de que nada puede evitarlas es más estoy convencido de que existen señales que predicen el devenir y objetos que nos preservan del futuro con los que podemos cambiar nuestro mañana no pongas esa cara de extrañeza lo creo de verdad porque lo he observado hace mucho tiempo que vengo interesándome por estos fenómenos y me detengo a estudiar los detalles y he observado que se repiten ciertas situaciones en determinadas condiciones lo que indica bien a las claras que existen objetos a nuestro alrededor que nos protegen o que nos agreden no es un problema de superstición recuerdas los calzoncillos de corazoncitos rojos que me regalaste en navidades sí esos que no me pongo nunca últimamente pues esos son gafes como lo oyes gafes los dichosos gayumbos los mismos que te hicieron tanta gracia  cuando me los viste puestos han sido la causa de muchas desgracias cómo que venga ya tú repasa los acontecimientos y verás como tengo razón que no me burlo de ti sólo tienes que acordarte que la noche del estreno me caí de la cama y casi me rompo la cabeza contra la mesita de noche y también los llevaba puestos cuando me atracó aquél yonki en el cajero automático que sí los llevaba puestos acaso dudas de mi palabra no te estoy tomando el pelo te hablo muy en serio lo recuerdo perfectamente porque me oriné encima por el miedo no te rías joder acuérdate que cuando llegué a casa lo primero que hice fue ducharme y cambiarme de ropa ves ahora te ríes como entonces tienes la misma cara de incredulidad de aquél día tú dices que no te acuerdas pero a mi no se me olvidará nunca y deja de reírte porque tú vas de comprensiva y esas cosas pero aquella tarde me dolió mucho tu actitud y también llevaba puestos los calzoncillos cuando el ginecólogo nos comunicó que el bebé que esperábamos había muerto sin saber cómo ni por qué y que era urgente someterte a un legrado para algunas cosas tienes mala memoria en cambio para otras la tienes muy aguda y te repites una y otra vez hasta agotarme ah y llevaba los calzoncillos del carajo el día que la grúa se llevó el coche cargado para las vacaciones a pesar de estar  perfectamente estacionado y por eso y otras muchas cosas que ahora no me vienen a la memoria no me los he vuelto a poner que no son tonterías al contrario desde que no me los pongo las cosas transcurren sin sobresaltos no nunca se te ocurra tirarlos déjalos ahí en el fondo del armario hasta el fin de los tiempos o hasta que nos mudemos de casa sólo nos faltaba que la justicia cósmica se enfadara y se ensañara con nosotros ahora que las cosas empiezan a irnos bien  ya se que tú no crees en esas cosas pero existe te aseguro que existe y más bien antes que después lo comprobarás por ti misma si no existiera una justicia cósmica qué esperanza nos quedaría a los desgraciados como nosotros Dios no existe tú crees que de existir permitiría que el mundo estuviera siempre patas arriba y que la mala suerte se ensañara una y otra vez con los desgraciados no existe te lo digo yo existe la justicia cósmica la que restituye las pérdidas la que arregla los desperfectos la misma justicia cósmica que se encargó que fuera mi espermatozoide y no otro el que llegara primero a la meta y si a esa justicia le desagradan nuestros calzoncillos debemos obedecerla y dejarlos en el fondo del cajón para no irritarla y si a esa misma justicia le resulta agradable una pulsera de colores comprada en el altiplano peruano no nos la quitamos hasta que se deshilache y se caiga porque a la justicia cósmica no debemos contradecirla por nada del mundo porque ella nos puso en la tierra y si se enfada puede matarnos instantáneamente pues si tú y yo estamos aquí y somos lo que somos es porque formamos parte de un todo y ese todo está previsto desde la eternidad y fue concebido sin cambio ni error posibles.

domingo, 27 de noviembre de 2011

In God they trust

Algunos de los derechos sociales que se pierdan con las medidas tomadas para superar la crisis económica no se recuperarán en dos o tres generaciones, eso siempre que los afectados por los recortes estén dispuestos a luchar por sus derechos, en caso contrario, nadie se los va a regalar, como nunca nadie les regaló nada.  Esa será la consecuencia más inmediata.
Ya empiezan a escucharse voces de empresarios, de momento al otro lado del Atlántico, que reclaman la vuelta al trabajo de los niños, en una muestra más de la avaricia y la insensibilidad del dinero.  Regresar al siglo XIX donde no existían los derechos en materia laboral y social parece ser la intención de los patronos.  De vuelta a la explotación pura y simple del hombre por el hombre.
De momento han empezado por aplicar la política del terror para detener cualquier intento de reacción por parte de una sociedad, cada día, más adormecida.  El miedo a perder el trabajo, la sanidad, los derechos, nos avocará, según los expertos, a un nuevo renacer del populismo y las dictaduras de derechas.  El sálvese quien pueda creará ciudadanos cada vez más dóciles y, embrutecidos por los medios de comunicación, más dispuestos a aceptar los cambios sociales y a tolerar las injusticias.  Nuestros hijos, si no ponemos remedio, vivirán peor que nuestros abuelos.

Paintball

La mancha azul sobre el cristal de la galería fue una desagradable sorpresa, la roja me indignó, la amarilla me intrigó, la verde presuponía un rayo de esperanza para alguien aislado, la blanca descubrió finalmente al causante de mi desasosiego: un adolescente, estrujando la cara contra los barrotes de su balcón, suplicaba conmiseración. Desde que nos conocimos dispara notas de color para contarme sueños, temores y esperanzas, ya nunca juega con el ordenador o la PSP, ni mira la televisión hasta que regresan sus padres, ha descubierto un amigo de carne y hueso con quien hablar, aunque sea a través de las balas coloreadas que envía con su pistola de paintball. Yo me limito a sonreirle.

¿De verdad las viviendas con vistas al patio interior de manzana son más silenciosas y tranquilas? Tengo que comprarme una pistola y contarle mis miedos.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Democracia

Sí, los votos legitiman las políticas económicas y sociales.
Lo que no se puede hacer es pregonar la abstención, el voto nulo o el voto a partidos minoritarios como castigo al partido de gobierno para, inmediatamente después de las elecciones, rasgarse las vestiduras por las medidas de contención del gasto anunciadas por los ganadores.  No es necesario ser un experto en economía, ni en política, para saber que, si los paridos socialdemócratas aplican medidas impopulares para minimizar los efectos de la crisis, sin conseguirlo, los partidos conservadores aplicarán esas medidas y otras más draconianas para los asalariados y las clases más desfavorecidas.
Por tanto, la indignación ante el anuncio de nuevos recortes de los derechos sociales por parte del presidente de la Generalitat son más consecuencia del diagnóstico erróneo que de la imposición de unos recortes que ya habían empezado a aplicarse.  Hay que indignarse, si, pero hay que prever las consecuencias de una indignación sin objetivo concreto porque, como ha ocurrido ahora, puede llevarnos a un marco social peor que el que pretendíamos mejorar.

martes, 22 de noviembre de 2011

Crisis de valores

La crisis económica ha dejado al descubierto, con toda su crudeza, una crisis aún mayor que venimos sufriendo desde hace años: la crisis de valores.  Todos aquellos valores con los que crecimos, y creció nuestra sociedad, han sido arrinconados, olvidados hasta su extinción.  Ya nadie habla de igualdad, fraternidad, solidaridad, honorabilidad, honradez, ética y todos los demás valores que hacen al hombre diferente de los animales.  Los viejos valores se han vendido al capital.  Hoy prima el individualismo, el yo y para mí.  Poco importan las desgracias ajenas, las epidemias, las hambrunas, las guerras y los crímenes de los regímenes despóticos, cuando éstos oprimen a los demás.  Ande yo caliente y ríase la gente, decía Quevedo muy acertadamente.  Y en esas estamos.
Pero, si no somos capaces de comprender que nuestro destino como hombres sociales, como animales políticos (en el sentido aristotélico) depende del destino de la sociedad entera, el futuro será imperfecto y las desigualdades se incrementarán.  No indignarse con la mentira, el engaño, el robo, la tortura o la guerra, se produzca en el lugar del mundo que se produzca, nos limita como personas, reduce nuestras mentes y, sobre todo, acaba convirtiéndonos en uno más del rebaño de conformistas que, con su actitud, inactividad y acriticismo, certifican y validan todas las barbaridades pasadas, presentes y futuras. 

lunes, 21 de noviembre de 2011

Resaca electoral

Ya están aquí. Llegaron ya.
El PP ha ganado porque la izquierda ha tirado la toalla antes de tiempo. La crisis ha pasado factura a unos malos gestores, esperemos que los nuevos no acaben con el estado del bienestar. Aunque, si lo hacen, será gracias al apoyo de los que han votado al ratón para que guarde el queso.

domingo, 20 de noviembre de 2011

A cinco días de las elecciones del 20N (publicado Martes 15/11/2011)

¡Qué tiempos aquellos en los que los Secretarios Generales de los sindicatos de clase (CCOO y UGT) pedían el voto de los trabajadores para los partidos de izquierda!
Protagonizaban los mitines junto a los candidatos de sus partidos de referencia (PC y PSOE), y no se avergonzaban de expresar sus ideas y sus preferencias. Pero he aquí que en el 2011, ni CCOO, ni UGT, se atreven a hacerlo, escudándose en recónditos motivos. Tal vez sea porque ya no hay trabajadores, ahora todos son "burguesillos" reclamando los derechos que deberían corresponderles: los de la burguesía.
Porque tienen un piso (hipotecado), un coche (a crédito) y una televisión de plasma (en cómodos plazos) se piensan ricos y famosos, castigan a la izquierda por no haber sabido mantener sus privilegios y votarán a la derecha porque promete devolverles el Paraíso. Y los dirigentes sindicales de izquierda, a quienes les encanta reunirse con la Patronal y el Presidente del Gobierno, les dejan desamparados frente a los medios de comunicación, casi sin excepción de derechas, perdidos entre la maraña de programas y siglas, porque se avergüenzan ¿de qué? O simplemente porque el sindicalismo ya no se lleva y ellos se han convertido en gestores, presidentes de cooperativas de viviendas, agencias de viajes y gabinetes jurídicos, se han alejado de la clase obrera (que sigue existiendo, aunque les pese a los obreros y a los sindicalistas) y prefieren la gestión del patrimonio sindical.
Pero yo reivindico, sigo reivindicando, la unión de los sindicatos de clase y los partidos de izquierda, porque unidos tendrán más fuerza siempre. Luego, cada individuo votará según su conciencia que eso, y sólo eso, es la DEMOCRACIA. Sí, con mayúsculas. Por tanto, desde la izquierda hay que seguir pidiendo el voto para la izquierda, y no avergonzarse por ello.
El número de votos concederá la victoria a unos u a otros pero, por lo menos, que los dirigentes políticos y sindicales se sitúen en las posiciones que deberían tener y no confundan a los trabajadores.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Portada de mi primera novela editada por BUBOK

  

Un cuento políticamente incorrecto: BOBITTO

El día que mamá me dijo que María iba a venir a vivir con nosotros fue un día especial, no por nada, sólo porque mamá no venía a mi habitación muchas veces cuando me levantaba, el que venía era papá. Por eso digo que fue un día especial, porque mamá vino y me besó muchas veces. Bueno, ella siempre me besaba mucho, más cuando era pequeño, pero ahora que soy grande ya no me besa tanto. Vino a mi cuarto cuando aún no me había despertado. María, ¿te acuerdas de ella, cariño?, vendrá a vivir a casa; ¿no te importa, verdad vida mía? Para entonces papá hacía semanas que se había ido. Yo nunca he sabido por qué papá un día dejó de quererme y se marchó. Recuerda que siempre te voy a querer. Tenía los ojos muy rojos y se mordía el labio inferior. No sé qué pudo hacerle enfadar tanto. Había sido malo, pero no tanto como para que mi papá se fuera de casa y sólo quisiera verme domingo sí, domingo no. Algunas veces, cuando mamá aún venía a buscarme al cole, le veía escondido detrás de un árbol, pero no le decía nada para que mamá no se enfadara conmigo, ni con papá. Porque desde que mi papá se fue de casa, mi mamá no dejaba de decirme cosas y más cosas que yo no entendía. Pero ella se enfadaba mucho si yo lo nombraba a mi papá, y yo no lo nombraba para que ella se enfadara conmigo, porque yo los quiero mucho a los dos, lo nombraba porque me acordaba o porque lo veía escondido detrás del árbol del otro lado de la calle, con un cigarro en la mano, como siempre, fumando a todas horas. Y si nos veíamos el uno al otro, porque estoy seguro de que cuando yo le veía él también me veía, y los dos nos veíamos a la vez, nunca me hacía un gesto o una mueca, ni movía los ojos de aquella manera que a mí me hacía reír tanto cuando vivía con mi mamá y conmigo. Y si yo me hacía el remolón, para que viera la camisa nueva que me había regalado María, aunque era de un color que no me gustaba, un color que me recordaba al de las moras que mi papá ensartaba en un junco cuando íbamos de vacaciones a su pueblo, pero que a mamá y a la tía María, como insistía en que la llamara, les gustaba muchísimo porque tenía un montón de ropa de ese color, mamá me tiraba con fuerza del brazo, que parecía que iba a arrancármelo de cuajo. Mi mamá siempre tenía prisa desde que mi papá ya no vivía en casa. Y siempre me reñía si me detenía a ver el escaparate de la tienda de animales. Siempre quise tener un perro y mi papá decía: Para qué, los animales necesitan espacio para correr, un animal encerrado en un piso pequeño se muere de pena. Aunque él, cuando era pequeño en el pueblo, había tenido perros y gatos, y hasta un conejo de monte que encontró su padre, pero en casa no quería animales. Claro, como él no los quería yo no los tuve. Pero, cuando se marchó, el día que me dijo que siempre iba a quererme mucho, mi mamá me regaló un gato, bueno una gata. El gato es arisco y me hace fiiiiiiiuuu cuando me acerco, debe estar enfadado conmigo porque le lanzo al aire para que caiga de pie. La señorita Tere nos dijo que los felinos siempre caen de pie, y como un gato es un felino, y una gata también, yo la lanzo al aire, con las patas para arriba y ella siempre cae de pie. Eso lo hacía antes muchas veces, pero ahora la gata se esconde cuando la llamo y me hace fiiiiiiiiiiiiuuuuuuu, arruga el hocico y me enseña los dientes. Ya no me deja que la acaricie el lomo como mi mamá. María también lo hace, aunque menos veces, porque a ella le salen granos, se pone colorada y estornuda cuando acaricia a la gata. Se enfada mucho cuando encuentra pelos de la gata en la cama de mamá, porque María duerme en la cama de papá y mamá. Yo pensaba que dormiría en la cama de la habitación pequeña, como el tío Fernando cuando vino a operarse. Claro que entonces papá todavía vivía en casa y dormía en la cama grande, y yo los domingos iba a despertarlos, y los días feriados, y los tres nos hacíamos cosquillas y reíamos hasta que mamá decía: Bueno, ya está bien, arriba todo el mundo, que a quien madruga Dios le ayuda. Y mi papá respondía que de eso nada, que no por mucho madrugar amanece más temprano, y nos reíamos, aunque yo no sabía por qué.
Ahora no. Ahora, desde que María duerme en la cama grande, mamá no me deja entrar los domingos a despertarla, dice que soy mayor. Pero yo las oigo a ellas que se ríen como antes nos reíamos los tres, y oigo a mamá: Basta, basta que no puedo más, déjalo que nos va a oír el niño. El niño duerme. Que no, que no, que hace rato que oigo la televisión. Pues eso, estará viendo los dibujos, anda no seas tan recatada, otra vez y nos levantamos. Es que tendría que hacerle el desayuno a Pablito. Que se lo haga él, ya tiene edad. Pero si sólo tiene siete años mujer. ¿Siete años?, yo a su edad llevaba la casa y cuidaba de mis hermanos. ¿En serio? No seas boba, ¿cómo iba a hacer todas esas cosas?; pero el desayuno sí me lo preparaba yo sola, las mujeres tenemos que espabilarnos desde niñas. No, si Pablito ya se prepara sus Korn Flakes, pero es que sólo tiene siete años. Yo a los siete años iba sola a la escuela. Eran otros tiempos mujer, además, en un pueblo es diferente. Y seguían así durante un rato, hablando; luego se reían. Yo esperaba que se levantaran para ir a comprar los churros que tanto me gustaban, bueno a mi papá también le gustaban mucho y siempre me llevaba con él hasta la churrería del parque, después compraba el periódico y, algunos días, una flor. Eso de las flores debe ser cosa de mayores, porque María también trae flores muchos días. La casa huele muy bien cuando hay flores.
A mi me gustan las flores que trae María, se lo agradezco y procuro obedecerla en todo, no sólo porque mamá me castiga si no lo hago, sino porque es simpática conmigo y me regala muchas cosas. Antes me hacía más regalos, cuando no vivía con nosotros, y venía a cenar, siempre aparecía con un regalo para mí. A veces eran regalos buenos y bonitos, de los que pedía a los reyes y no me traían porque se olvidaban. Cuando venía a cenar se quedaba a dormir en casa porque vivía lejos. Siempre venía los días antes del domingo. Esos días mamá y ella dormían hasta tarde y se reían sin mí. Fue entonces cuando mi mamá me dijo que ya era grande para ir a su cama a despertarla y, como se levantaba tan tarde, aprendí a subirme a la encimera y alcanzar el Colacao, el vaso y las galletas. Y me sentaba frente al televisor y veía Doraimon y Chinchán y el Equipo A y Humor Amarillo y me reía mucho con ellos, igual que María y Mamá se reían en la habitación.
En casa de papá las cosas eran diferentes, porque papá sí me dejaba que fuera a su cama a despertarle, solo que no me gustaba que me pinchara con la barba. Cuando vivía en casa, la barba de papá no pinchaba. Y la boca tampoco le olía mal. No me gustaba que me besara hasta después de lavarse los dientes. Cuando iba a despertarle a su habitación no me hacía cosquillas, ni nos reíamos. Sólo me abrazaba y se empeñaba en besarme, con lo mal que le olía la boca, y en abrazarme; estaba de un pesado. Claro que tampoco íbamos a comprar churros. Pasábamos el día mirando la tele. Él tumbado en el sofá y yo tendido en el suelo. A veces íbamos un rato al parque, pero papá se cansaba enseguida de estar allí, y regresábamos a casa pronto.
Una noche, mientras mirábamos la tele, María, mamá y yo, apoyé la cabeza en la pierna de mamá y me dormí. Pero me desperté, estaba soñando con que la gata, por una vez, no caía con las patas en el suelo y me desperté, pero no abrí los ojos porque quería continuar durmiendo para saber qué le pasaba a la gata. No sé, decía mi madre. ¿De verdad no hubieras preferido una niña? No lo sé, de verdad. Piensa que las niñas son más listas y se desarrollan antes, en cambio los niños son más brutos, sólo les gustan los juegos violentos, en cambio una niña es diferente. A la edad de Pablito ya sería toda una señorita y podrías vestirla como a ti te gusta, en cambio a un muchacho, ¿cómo se viste un muchacho? En eso tienes razón, a una niñas la vistes con los vestidos que tú hubieras querido vestir, la peinas como quisieras peinarte, claro, en eso llevas razón. Además la entenderías mejor, sería como tú y como yo, con los mismos problemas y las mismas inquietudes. ¿Tú crees? Bueno, puede que no exactamente, pero ya me entiendes, las mujeres nos entendemos mejor entre nosotras, como supongo que les ocurre a los hombres entre ellos. Tal vez tengas razón, pero la naturaleza eligió y nació Pablito. Ya, eso no puede cambiarse, pero soñar es libre, y aunque sólo sea un sueño, ¿no te gustaría que tu hijo fuera una niña? Calla, puede oírte. Qué va, no ves que está dormido. Pero ¿y si nos oye? ¿Sinceramente, no hubieras preferido una niña? No lo sé María, puede que tengas razón, posiblemente con una niña me llevaría mejor, últimamente el niño está muy raro. Tiene siete años, está empezando a ser un hombre. Si pero puede que sea demasiado chico para ir solo al colegio. Está a dos manzanas de aquí, sólo tiene que atravesar una calle, y con semáforo. Ya María, pero algunos padres me miran mal, incluso la señorita Tere, su tutora, me hizo llegar una nota interesándose por mi salud. Quizás es demasiado pronto para tantas responsabilidades, pero así se forjan las personas, a base de responsabilidades, anda llévale a la cama, y vamos nosotras también que mañana hay que madrugar. Y yo mentí a mamá y a María, apreté los ojos con fuerza para que no supieran que estaba despierto y no se enfadaran conmigo. Claro, me costó mucho volver a dormirme, pues no dejaba de pensar que mamá quería una niña y yo era niño. Y en mi cama pensaba cómo podía hacer feliz a mamá, no encontraba la respuesta y lloré por no poder hacer feliz a mi mamá, porque la imaginaba triste. Ella quería una niña y no la tenía.
Luego, en casa de papá le pregunté qué prefería: un niño o una niña. Las niñas a partir de dieciocho que no traen problemas. Yo no entendí qué quiso decir. A lo mejor él también quería una niña y no me lo dijo para no entristecerme. Luego me abrazó muy fuerte, me besó con su mal aliento y me pinchó un rato con la barba. Los dos nos reímos, aunque yo no tenía ganas. Sólo nos faltaba eso, que la seguridad social pague los cambios de sexo, dijo mi padre mientras leía el periódico. ¿Y eso qué es? Nada hijo, cosas de mayores, ya te enterarás. ¿Por qué no quieres decírmelo, porque soy un niño? No hijo, no, es que eso son cosas de mayores, no lo entenderías. Si me lo explicas despacio. Pues eso, que los hombres que no quieres serlo más se operan y se convierten en mujeres. ¿Un niño puede convertirse en niña? Bueno, si, técnicamente si. ¿Yo podría convertirme en una niña? ¿Tú quieres ser una niña? No, bueno, no sé, las niñas no tienen penix y los niños si. Mamá no tiene penix ¿verdad papá? No mi vida, mamá no tiene penix. Entonces, si yo me corto el penix, ¿seré una niña? No hijo, no lo entiendes, cuando seas mayor lo comprenderás, ahora déjame leer el periódico, luego después iremos a comer al McDonald’s, ¿te apetece comer una hamburguesa? Bueno.
Pensé mucho en lo de hacerme niña, si mamá prefería niña y María también, y hasta papá las prefería a partir de los dieciocho años, ¿por qué no convertirme en niña? Seguro que todos iban a estar muy contentos y todos íbamos a reírnos muchos. Supuse que mamá me dejaría volver a compartir las risas en la cama grande, con ella y con María, los domingos por la mañana. Por eso cogí las tijeras de la cocina y me corté el penix. Me dolió un poco y salía mucha sangre, pero fui hasta la habitación de mamá y llamé, casi no podía hablar por el dolor. Mamá se desmayó al verme sangrando, y con el peñix en la mano, y María se puso a gritar. Llamaron a una ambulancia para llevarme al hospital. Ahora no sé lo que soy, porque yo quiero ser una niña y todos me tratan como un niño, aunque no tengo penix. El mundo de los mayores es tan raro.

Al cielo sordomudo

hoy amanecí con los puños cerrados
pero no lo tomen al pie de la letra
es apenas un signo de pervivencia
declaración de guerra o de nostalgia
a lo sumo contraseña o imprecación
al cielo sordomudo y nubladísimo
Mario Benedetti.






Isidoro Hontanilla ya no era joven. La vida pasó por su lado maltratándole infamemente, sin compasión. Con su maleta a cuestas entró en el amplísimo vestíbulo de la estación. Hormiguero de idas y venidas. En la calle quedó la noche cerrada y fría.
El mismo frío de la primera huida, aunque el vestíbulo pertenecía a una pequeña estación de provincias donde el reloj marcaba las nueve de la noche desde hacía años. Por entonces arrastraba bultos y familia, sin embargo, coincidió que esa era la hora real del frío día de invierno que eligió para la marcha. En la calle el frío se colaba entre las ropas raídas y calaba los huesos. El día había sido lluvioso y a esa hora tardía lloviznaba ligeramente, a la vez que un viento racheado jugueteaba con las finas gotas de agua, lo que transformaba en eventuales los refugios. Aquellos que se aventuraban a cruzar las calles eran vapuleados ferozmente por el viento. El agua se les colaba por cualquier rendija por mucho que corrieran para refugiarse bajo las marquesinas. Un vetusto Fiat, con los cristales empañados, hacía sonar su bocina nerviosa. En el interior, se adivinaban los movimientos del impaciente conductor atrapado, contra su voluntad y su paciencia, en el atasco de personas que pugnaban por alcanzar el vestíbulo para refugiarse del temporal. El hombre al volante, bajó el cristal de la ventanilla y gritó, pero su voz quedó apagada por el silbido de un tren que partía lentamente.
Isidoro, refugiado ahora en la estación se atusa el pelo, se desabrocha el gabán y cuidadosa y ordenadamente registra todos los bolsillos, pero de todos ellos extrae la mano ruda y callosa, sola.
“Toma. Un pañuelo limpio. ¡Ay los hombres! No sé dónde tendrán la cabeza.”
Detrás del mínimo gesto ella está presente. Cualquier imagen le devuelve su imagen. No la deprimente y fría de los últimos días, cuando recorrían en silencio los blancos e impersonales pasillos del hospital. Ni la de las últimas horas de agonía, cuando sentado junto a su cabecera, apretaba los dientes para sujetar la rabia sin sentir el dolor ni la sangre.
Sacude Isidoro la cabeza con fuerza para borrar las imágenes dolientes que, otra vez, ocupan su mente; limpia las gafas con un pico de la camisa, busca un lugar donde sentarse y, cuando lo encuentra, se derrumba pesadamente. Mientras las limpia, sus ojos glaucos y vidriosos, por el recuerdo, le devuelven un mundo borroso, empequeñecido y deforme. Enfrente, ajenos a él, una pareja se arrulla tiernamente, más allá un grupo de soldados ríe abiertamente a la vida y a su propia juventud.
Fue un día inolvidable, la espera había merecido la pena. María apareció radiante en el umbral de la iglesia. El traje elegido para la ocasión había hecho su servicio en otras bodas de la familia, pero el sol que brillaba a sus espaldas la revestía de un aura de felicidad que ella se encargaba de ampliar con su abierta sonrisa y la felicidad que desprendía. Escondidos en lo más remoto de la memoria el recuerdo por el hermano y el padre muertos en la guerra. A pesar de eso, Isidoro nunca la vio tan radiante.
El pueblo entero tenía la certeza de que ese enlace se llevaría a cabo. Desde muy chicos eran inseparables. Se intuía la mutua atracción con sólo verlos juntos. Nadando en la alberca, jugando en la plaza del Ayuntamiento. Juntos descubriendo el amor, juntos pasando la vida. Juntos, siempre juntos.
“Vamos niños, subir al tren. A ver, María, pásame esos bultos”
¿Cómo surgió la idea de marchar, de abandonarlo todo, de empezar de nuevo? Bueno, no fue exactamente una idea. Más bien se trataba de una necesidad. Les obligó la vida. Resultaba duro enfrentarse a una nueva vida, abandonar lo que se ama sin saber muy bien por qué, lanzarse a un mundo desconocido cuando no se tiene más que el propio coraje. Pero, cuando se pierde toda esperanza, cuando la lucha diaria sólo engendra desesperación, cuando llevarse un bocado decente a la boca implica renuncias y esfuerzos, de qué sirve dejarse la piel en el monte y la rabia en el estómago, para qué seguir persiguiendo la miseria.
Así, lentamente, encabezados por los más desheredados o los más valientes y seguidos por casi todos los demás, se fue despoblando la tierra inhóspita y cruel que les chupaba la sangre y la vida, abandonando los montes que les vieron nacer y que les negaban lo indispensable para sobrevivir. Y ellos se rebelaron de la única manera posible, huyendo. Al amparo de las primeras luces del alba enfilaban un día sí y otro también el polvoriento camino de la esperanza.
Y unos y otros regresaron. Como aves migratorias recuperaron el nido. Con el calor del verano, y año tras año, volvieron para recuperar el paisaje que tenían alojado en el corazón. Los desarrapados volvieron triunfantes, desafiantes. Luciendo sus zapatos nuevos y sus vestidos recién comprados. Posiblemente adquiridos con mucho esfuerzo, a costa de necesidades más urgentes, de esas difíciles de descubrir con una simple mirada, creando, en los que se resistían, la imagen del triunfo sobre la miseria. Sus charlas giraban siempre sobre el mundo de ensueño en el que vivían, del dinero que corría por sus manos, de la abundancia del trabajo para todo el que tuviera los suficientes arrestos, de las mujeres de ensueño hablaban bajando la voz y con medias palabras, no tanto para que no les escuchara la novia o la mujer como para ocultar el embuste. En el olvido permanecía la dura realidad. Las extenuantes jornadas, el sueldo de miseria, el hacinamiento de las viviendas, el agobio del metro a las siete de la mañana, el “bocata” de sardinas en escabeche diario, el sueño atrasado.
Para los solteros las historias de conquistas, juergas y jarana constantes. Para los casados un futuro de bienestar para los hijos. De esa manera cada verano el número de zapatos brillantes aumentaba en detrimento de las abarcas. Las calles empedradas soportaban el peso de las envidias y de los recelos, de las palmadas animosas y de las miradas furtivas.
María e Isidoro se resistían a soñar. En su ignorancia presumían el engaño. Intuían las medias verdades de los veraneantes, que sus sonrisas no eran sinceras. Les empujaron la pobreza, la necesidad y un hermano de él que les contó la verdad. Vendieron lo vendible, regalaron lo innecesario y lo demás lo cargaron con ellos, para desaparecer una mañana al despuntar el alba por el camino pedregoso por el que se marchaban todos.
El viaje fue largo, repleto de inseguridades y miedos. Cuando llegaron a Alcázar de San Juan era noche cerrada, una noche obscura y amenazadora. La estación del ferrocarril medio en penumbra, triste y melancólica, como adivinando quiénes eran y de dónde venían. En el anden, abarrotado de bultos y familias resguardándose de la lluvia y del viento y de miradas perdidas en los recuerdos viendo pasar el tiempo, una pareja de la Benemérita arrebujados en sus capotes, con el tricornio calado hasta las cejas, pasea su verde autoridad con la insolencia del que no hace tanto ha abandonado la miseria, chapoteando en los charcos el cuero de sus botas relucientes para que todos supieran que tenían los pies secos y calientes. La “pareja” se detiene inquisidora ante los diferentes grupos que se resguardan del viento y del agua, pasando la bota de mano en mano para retener el calor que poco a poco abandona los cuerpos, aguardando con fiereza la tajada de chorizo, el tocino frito, la tortilla de patatas con los que matar el hambre. Los más pusilánimes intentan el soborno con el queso o el lomo grasientos, a la vez que, los civiles impasibles y expeditivos, piden los documentos con la autoridad y el miedo que transmite su uniforme, especialmente a lo que se refugian en las sombras aturdidos por el sueño.
Los niños, desafiando la lluvia y el viento, corretean por el andén, sorteando personas y carretillas, gritando al mundo su alegría, ajenos al cansancio y al futuro.
Los trenes entran y salen de la estación continuamente. Trenes de ida y vuelta que los altavoces anuncias roncos, parsimoniosos y con retraso, trenes que ocupaban la vía segunda anden tercero, pero no el ansiado.
Fueron siete horas de atraso sobre el horario previsto. Las quejas, si las hubo, fueron silenciosas. Clareaba el alba cuando los altavoces anunciaron la llegada del “sevillano”. El tren se situó en su vía con gran estrépito de hierros. El silencio se transformó rápidamente en bullicio. Como movidos por un resorte invisible todos los que esperaban en la estación se pusieron en movimiento casi al unísono. Se desencadenaron los gritos, las carreras, y los nervios. Todos preguntaban y nadie respondía. Las madres se apresuraban a rescatar a las criaturas que, agotadas, dormitaban sobre las muchas pertenencias. Los hombres se arremolinaban frente a las puertas o apilaban sus bártulos. Todo el andén entró en ebullición a la vez que el tren silbaba para anunciar, al fin, su llegada.
Hubo carreras y empellones por lograr el mejor lugar para asaltar los vagones. Los más arriesgados o experimentados se agarraron a los pasamanos de las puertas aún antes de que éste se hubiera detenido por completo, con la vana esperanza de conseguir un asiento. Asiento que sólo lo más afortunados conseguirían. El tren venía completo desde el origen, incluso las reservas habían sido vendidas por duplicado e incluso por triplicado lo que ocasionó varios altercado y alguna reyerta que los “civiles” cortaron expeditivamente. Los rostros de los que llegaron con el tren no se diferenciaban de los que aguardaban en la estación, todos tenían el mismo rictus de miedo y amargura.
Pronto los bultos y las personas se hicieron dueños de los pasillos y los pocos huecos disponibles. La sensación de hacinamiento era total. Los olores y los hedores se mezclaban y confundían. Los incautos perdían sus lugares por confiados. Ir a fumar un cigarrillo o a descargar la vejiga se convertía en una odisea. Las riñas y trifulcas se sucedían de compartimento en compartimento. Y, sin saber cómo ni cuándo surgió una sensación nueva. Los afortunados que venían sentados cedían sus asientos a los más agotados, compartiendo el lugar por turnos. Todos comprendían que los rifirrafes eran más producto del agotamiento del viaje que del egoísmo. Los hombres, acodados en la ventanilla, fumaban sin parar, mientras se consumía la extensa llanura y al frente se abría el infinito.
Fueron diez horas de monótono traqueteo las que desembocaron en el mar azul, infinito y desconocido, donde se perdía la vista y nacía la esperanza. Todos los niños, sin excepción, pegaron sus naricillas contra los cristales. Muchos adultos les imitaron, y mientras el salitre les inundaba los pulmones, sus mentes, tozudas y cetrinas, evocaban el aroma dulzón de la mánguila, de la jara y del romero, del olivo y de la vid. El aroma del pasado es agridulce, el del futuro salado.
Cuando ya las sombras se apoderan del cielo y el mar se confunde con la noche, cuando sólo permanece la espuma blanca de las olas, cuando desaparece la sorpresa inicial retorna el cansancio y el hastío. Pero las últimas horas parecen pasar con mayor urgencia. La ciudad se acerca y con ella el bullicio crece. A lo lejos, cientos y miles de bombillas se aproximan como si millones de luciérnagas sobrevolaran el horizonte. Por fin, el convoy penetra en las entrañas de la ciudad a través de un interminable túnel, de una noche infinita. El tren todo entra en un jolgorio y algarabía desconocidos e imprevisible sólo unos minutos antes. Gritos, órdenes y desorden, risas y lágrimas de niños y adultos se apoderan de ambiente.
Los más afortunados encuentran en el andén el rostro amigo que les rescata del caos. Hermanos, primos, amigos, de expresión tan cansada como la de los recién llegados, se funden en prolongados abrazos y saludos. Los demás, aquellos a los que nadie espera, son los últimos en abandonar el tren, en romper las amarras que les sujetan al pasado. Descienden cargados de bultos y temores, pisan con respeto el suelo, con cuidado para no romper el espejismo. Sorprendidos y asustados por el derroche de luz eléctrica, por la inmensa bóveda de hierro suspendida de sus cabezas, por la maraña de gente nunca antes vista. Los niños, aferrados a sus padres, bostezan por el sueño interrumpido y por la grandiosidad de lo que les rodea.
Una vez que consiguen alcanzar el exterior les asaltan vividores de todos los pelajes. Timadores ofreciendo la fortuna inmediata, descuideros acechando su oportunidad para despojar a los desheredados que llegan en manadas, taxistas a comisión que ofrecen viaje y alojamiento, todo en uno, el gran mercado de Bagdad está servido. Pronto descubren que el espaciosísimo vestíbulo de mármol negro está reservado para los que se van, los que llegan entran por una puerta de servicio, lateral, angosta y oscura.
El taxista elegido, más por su labia que por su aspecto, cuenta cómo, también él, llegó así, durante la noche, en el mismo tren, con centenares de desgraciados, por la misma puerta y con el mismo miedo que presentía en los callados viajeros de la parte posterior. Ahora, se gana bien la vida con el taxi. Y aconseja, mientras el automóvil callejea entre calles estrechas y oscuras: “lo que importa son las ganas de trabajar, lo demás llegará por sí solo”. La pensión, en pleno barrio chino, es fea y húmeda, pero Isidoro y su familia sólo piensan en dormir, en quitarse el cansancio de encima.
Con la luz de la mañana llega el frenesí. Las calles desiertas de la noche entran en ebullición. Hombres, mujeres y niños, llegados por miles de quién sabe dónde inundan las callejuelas, para dispersarse poco después por toda la ciudad, unos hacia el trabajo, otros en su busca. Recorren fábricas, talleres y obras, cualquier cosa es buena cuando se carece de oficio. Muchos reventarán en los andamios o en las cadenas de montaje por un salario de miseria, pero a fuerza de horas robadas al descanso se consigue sobrevivir y hasta ahorrar un poco.
Isidoro encontró trabajo el quinto día de peregrinaje. Después de patearse la ciudad, desde el alba al anochecer, consiguió un empleo de “manobra” en un bloque de apartamentos del Eixample donde pasó varios meses acarreando ladrillos, cemento y arena a destajo. Después los empleos se sucedieron vertiginosamente, una fábrica de alabastro en Ciudad Meridiana donde casi se deja los pulmones, fregando vagones de tren bajo el puente de Marina, cobrando recibos de una constructora, vigilando los coches de un parking durante la noche. Hoy aquí y mañana allí. Añorando los espacios abiertos, el olor de la tierra mojada, el áspero aroma de la paja recién trillada. Y, entre empleo y empleo, nuevo alojamiento. De la pensión a un piso realquilado, cuatro personas, dos adultos y dos niños durmiendo en nueve metros cuadrados, sin una ventana por la que pudiera colarse el aire y la luz, tan necesarios y tan añorados. Posteriormente una chabola de techo de uralita en la ladera de Montjuich, donde las ratas campaban a sus anchas entre las personas y los enseres. Finalmente un piso de protección oficial en la Verneda. Uno de esos bloques donde se hacinan los excluidos de la sociedad, sin servicios sociales ni garantías, donde los defectos aparecen antes de que los albañiles terminen su trabajo y poco después de que los beneficios del constructor se encuentren a buen recaudo en la Banque Suisse. Un piso en el submundo de la ciudad.
Una vez conseguido el trabajo estable y la vivienda oportuna los acontecimientos se desencadenan tan rápidamente que, cuando uno se lo despierta, tiene el pelo blanco y la cara arrugada. El hijo mayor, Manuel, que apenas contaba los catorce cuando empezó a trabajar, fue siempre un perdedor. Se casó tarde y mal. La mujer, dos años mayor, consiguió apartarle de la familia. El pequeño, Julián, se torció como un junco expuesto al viento. Era demasiado joven para trabajar y para aguardar el regreso de su madre, de su padre o de su hermano cuando terminaba las clases. Primero fueron travesuras de niño que se saldaron con alguna paliza excesivamente cruel, después llegaron las gamberradas del adolescente díscolo y malcriado al que no hacían mella las continuas azotaínas. Finalmente fechorías de adulto que le llevaron a la Modelo donde contrajo una enfermedad mortal y desconocida que le dejó en el esqueleto antes de entrar en el ataúd.
Desde el día que murió su segundo hijo María se abandonó. La consumía la tristeza y el dolor y lloraba continua y desconsoladamente por los rincones, sin motivo aparente. Envejeció prematuramente. No eran únicamente las canas ni la extrema delgadez las que denunciaban su estado. A todo ello se unían los descuidos y las distracciones. Había sido siempre tan fuerte y era tal su resignación que, cuando se quejó por primera vez, fue demasiado tarde.
El médico que la atendió en el hospital fue lacónico y cruel. Se moría y no había remedio. María se apagó por el dolor del hijo muerto, por la desaparición dolosa del otro, por la injusticia de su vida y por la terrible enfermedad que le corroía las entrañas.
Isidoro descubrió el llanto a los cincuenta y seis años. El mismo día que enterraron a María él comenzó a morir también. Hoy, cuando han transcurrido más de veinte años desde que llegó a la ciudad con todos los suyos, se sentía más viejo y cansado que nunca. Le asaltaron unas terribles ganas de llorar cuando subió al tren. Un tren moderno y cómodo, sin gentes agolpadas en los pasillos, sin maletas y bultos que estorbaran, un tren que no olía a chorizo, ni queso añejo, ni tortilla de patatas, donde no corría la bota de mano en mano, con camaradería. Un tren tan aséptico como los últimos años de su vida en soledad. Como la primera vez, hoy también rompía con lo que había amado. La historia se repetía a pesar de que él nunca la había olvidado, pero esta vez regresaba solo, abatido, derrotado. La humillación era un componente más de la huída.

[1] Primer premio en el 2º Certamen Nacional de Relato Corto, Cuenca 2002