La calle de Arai ya no es la que conocí cuando llegué a Barcelona, una calle corta, estrecha, sombría y sucia que partiendo desde la de Escudillers muere en la de Aviñó en apenas cincuenta o sesenta metros. Le ha nacido una plazoleta en su arranque, más que una plaza un triángulo, surgida sobre las ruinas del edificio decimonónico que allí existía, derribado antes de que se viniera abajo por el paso del tiempo y el abandono. A simple vista puede parecer una calle más amable porque han desaparecido los bares de alterne y la peluquería donde se peinaban y repeinaban las putas antes de abrir su negocio. Ahora, hasta el sol se permite calentar los adoquines por unos minutos, no muchos, los suficientes para evaporar la orina de los borrachos que continúan, estos sí, meando donde les aprieta.
A finales de los sesenta no demostraba la menor amabilidad con quienes la transitábamos. No la demostraba ni de noche ni de día, pero menos en la sombra. En tan pocos metros coexistían dos bares de alterne, dos tugurios en los que los hombres daban rienda suelta a sus frustraciones y los niños teníamos prohibida la entrada, aunque aguzábamos el ingenio para espiar el interior a través de las puertas batientes, como las de los salones del lejano oeste. Aprovechábamos las idas y venidas de los clientes para echar una ojeada porque, donde no llegaba la vista, alcanzaban la imaginación y las hormonas. En aquella España beata y reprimida, vivir frente a un puticlub me proporcionó una jerarquía que, a posteriori, sería perjudicial pero que, por unos meses, me convirtió en el rey del mambo, y eso que había sido el último en llegar. Los demás pillastres no eran mucho más antiguos en el barrio, sólo Jordi Alba, a quien en la escuela llamaban Jorge y nosotros El Catalán, había nacido en una de aquellas callejuelas, todos los demás pertenecíamos al aluvión. La pandilla estaba formada, además, por el Gaditano, el Maño, el Gitano y yo: el Siberiano. No consigo recordar sus nombres, pero los motes, y las caras, nunca se han borrado, permanecen grabadas con buril en mi cabeza. El Gitano, tampoco era de esa etnia, cargaba con el mote por la pinta, calcada a las de los bailaores de Los Tarantos, copiaba tanto sus andares como el corte de pelo. El Maño, había nacido en una aldea de Teruel, simplemente era guapo, y encajaba en todos los ambientes como un guante, nunca nadie se preguntó qué hacía un muchacho como él en un lugar como ése. El Gaditano tampoco era gaditano, ni siquiera andaluz, era de un pueblo de Murcia, y si le llamábamos El Gaditano era porque nunca se separaba de El Maño. A mí me decían el Siberiano porque nací en la Siberia extremeña. Ese fue el origen de mi mote y el motivo de mi primer castigo en la nueva escuela. El maestro, al que no se le podía nombrar ni país ni región que estuviera más allá de los Pirineos donde, según repetía sin cesar, confluían todos los vicios del mundo, tomó por burla su ignorancia y confundió la comarca pacense con el extremo de Asia, desterrándome al pasillo durante mi primera hora en su clase. Luego conocí el motivo de que la manga derecha de su camisa colgara vacía y le perdoné.
Por las tardes, al finalizar las clases, recorríamos las calles sin rumbo fijo, hasta que nuestros padres regresaban de sus trabajos. Íbamos de aquí para allá, mirando escaparates, nos extasiábamos mientras los pollos se doraban delante de las brasas en Los Caracoles, remolones pero atentos a lo que pudiéramos agenciarnos y espiábamos los tugurios, por si veíamos algo más que las cortinas de terciopelo rojo. Aunque nuestro pasatiempo favorito consistía en intentar descubrir a los recién llegados entre los transeúntes.
Algunas tardes nos aventurábamos hasta las Ramblas, límite de nuestras correrías impunes, por si coincidíamos con algún personaje del papel cuché, pues era vox populi que en el Cosmos se hospedaban actores y toreros. El Maño insistía en que él había visto allí al mismísimo Simón Templar, El Santo de la tele, todos pensábamos que era mentira porque, aunque lo hubiera visto, ¿cómo iba a conocerlo, si ninguno de nosotros tenía televisión? A quien sí vimos una vez, de soslayo, fue al Cordobés vestido de luces, subiéndose a un Haiga, rodeado de admiradores. Matábamos la espera mirando el escaparate de una tienda de objetos militares de la plaza del Teatro, con la nariz pegada al cristal la imaginación infantil volaba desde la gorra de plato al casco de acero, de la insignia de infantería, a la de ingeniería y la de caballería, de la espada a la guerrera, al tabardo, al quepis, a la laureada de San Fernando y al águila imperial, hasta que salía el dependiente y nos despachaba con grandes voces y muchos aspavientos, para asustarnos y llamar la atención de los posibles clientes. El tipo se las sabía todas.
Mis padres tenían realquiladas dos habitaciones en un bajo que disponía de un enorme patio interior y que, además de recoger los enseres más absurdos lanzados por los desaprensivos vecinos, me permitía invitar a la panda y jugar a casi cualquier cosa. No había impedimentos, siempre que no molestara la algarabía. La casa recibía muchas visitas, casi todos conocidos del pueblo. Uno de los habituales era Damián, que siempre llegaba con algún regalo, cuando no caramelos, bombones y, a veces, flores para mi madre. Damián era un joven apuesto, domaba su pelo rebelde con gomina aunque ya empezaba a estar demodé, y vestía con gusto. Siempre creí que trabajaba en un banco, porque el mozo manejaba pelas, si no de qué, que decía el Catalán.
Las visitas de Damián eran frecuentes. Muchas noches se quedaba a cenar. Mi padre pensaba que esas visitas demostraban su interés por mi hermana Isabel, pero no. A Damián quien le gustaba de verdad era la Criolla. Una fulana que trabajaba en uno de los burdeles de enfrente. Lo adiviné porque antes de entrar en casa, se daba un garbeo por el bar, una vez les vi bajar juntos de un taxi y, cuando Damián me mandó con un paquete a la calle Conde Hospital, lo confirmé. El paquete era para una tal Virtudes, la Criolla en persona salió a recogerlo, porque el que abrió la puerta no quiso hacerse cargo. Aunque iba en bata y sin maquillar, la reconocí. Supe que era ella nada más verla. ¿Qué podían tener en común los dos pollos si no era un lío? No podía existir otro vínculo. La Criolla era una mujer como pocas y Damián, por mucho que se endomingara, un pelagatos. Con la cara lavada y recién peiná, la Criolla parecía otra, podía pasar por ama de casa, dependienta, hermana, prima o novia de cualquier desgraciado. Pero la Criolla era la novia de Damián. Porque no era ni la hermana, ni la prima, de eso estaba seguro.
Virtudes la Criolla recogió el paquete sin demostrar emoción, ni siquiera me miró cuando depositó una moneda de cinco duros en mi mano, yo sólo era el recadero, no merecía atención. Regresé más contento que unas castañuelas, cinco duros representaban una fortuna, nunca había dispuesto de semejante capital. Cada vez que había hurgado en el monedero de mi madre jamás sustraía más de dos, tres, cinco pesetas a lo sumo, porque mi madre recordaba cuantas monedas tenía. La confianza mató al gato, el día que me atreví a robarle más, descubrí su extraordinaria memoria. Durante la cena y, como si no lo supiera, preguntó al albur quién le había cogido diez pesetas del monedero, un duro, tres pesetas y cuatro monedas de cincuenta céntimos. Mientras yo buscaba una respuesta plausible en el fondo del plato, el pescozón de mi padre me obligó a confesar. Pero cinco duros, vaya chorra.
Días después de la excursión a la calle Hospital, vino a casa un policía que no mostró identificación, ni nadie se la exigió porque tenía toda la facha de un secreta, le delataban el sombrero, el cuello alzado de la gabardina y la colilla extinta de un Faria. Hizo muchas preguntas, sobre todo le interesaba saber de Damián, dónde vivía, para quién trabajaba, cuántas veces venía por casa, y la relación que mantenía con Virtudes Pérez García, alias la Criolla. Yo, medio escondido detrás de mi padre, estrujé las dos monedas de duro que me quedaban de la propina dentro del bolsillo porque el guindilla tenía malaje. Mi padre contestó sin titubear, pero aprecié en su voz una sonoridad insólita. ¿Lo notó el policía? Si lo hizo, no lo demostró. Se marchó y nunca más regresó, pero yo le vi muchas veces rondando por el barrio, y una última años más tarde.
Ese domingo vino Damián a visitarnos, como de costumbre, con un brazo de gitano y una botella de Cointreau, y restó importancia a la ansiedad de mi padre. Sólo cuando se disponía a salir preguntó, como de pasada:
─¿Qué aspecto tenía?
─¿Quién? ─ mi padre parecía atontado, hasta yo adiviné inmediatamente que preguntaba por el policía.
─ Ummm, no sé. Alto, delgado pero fuerte, ojos pequeños, oscuros, negros, no marrones, semicerrados, como sospechando de todo y de todos, pelo negro, barbilla cuadrada y azulada, típica de los que tienen que afeitarse dos veces al día para mantener el aspecto aseado, con bigote, bueno ya sabes, uno de esos bigotitos ridículos que bordean el labio superior, habitual en los gerifaltes y los don nadie vanidosos. Lucía sombrero y gabardina beis con el cuello levantado. Ah, y un Faria apagado en la comisura de los labios.
─ Joder, Eliodoro, si llegas a fijarte bien en él me pintas su retrato.
─ Creo ─ zanjó mi padre, un tanto aturullado, disculpándose.
─ Ése es el chulo de la Criolla. Un mal bicho.
─ Entonces no es policía ─ aventuré.
─ Sí, Alvarito, también es policía.
─ ¿Qué haces tú aquí? ─ mi padre lanzó un pescozón al aire ─ Arrea pa’dentro.
Dámaso Ordoñez Nuñez, don Don como le llamaban a su espalda, se tenía por guapo, sólo había que verle caminar para comprender cuánto se quería. Hasta un niño podía adivinarlo. Pero más que por su hermosura, el éxito con las féminas se lo proporcionaba su empleo en el Cuerpo Superior de Policía, del que alardeaba en cualquier situación. La placa y la falta de escrúpulos le habían permitido chulear a cinco mujeres entre el Barrio Chino y el Raval. Éste y otros tejemanejes le ayudaban a redondear el salario.
La Criolla había sido la única de sus pupilas que le abandonó. Y don Don no perdonaba la traición. No estaba prendado de ella, él estaba por encima de esas nimiedades, pero le habían humillado, traicionado y herido en su hombría. Cómo perdonar semejante afrenta. Si no era para él, no sería para ningún otro. La odiaba tanto que la enchironaba sin motivo ni razón. Toleraba que siguiera prostituyéndose pero, cuando se le antojaba, le propinaba una somanta palos y la apartaba por unos días de la calle. Por intimidarla y para recordarle quién era él. Pero la Criolla resistía, y esa obstinación le encabronaba más. Ni amenazas, ni palizas, ni arrestos arbitrarios conseguían someterla. Al contrario, los atropellos le proporcionaban el coraje necesario para resistir. Pero si con ella nunca pudo, no ocurrió lo mismo con los hombres que se le acercaron.
El primero, después de Dámaso, fue un chorizo de tres al cuarto que con el gracioso remoquete de Penigros, un pillastre con más hambre que oficio, había pasado la mitad de su corta vida entre rejas, y no dudó en poner pies en polvorosa cuando don Don le amenazó con cercenarle el alias si volvía a verlo con la Criolla. Luego Paco, un electricista de Sants, que no aguantó ni dos hostias y que se cagó en los pantalones cuando le llevaron a la Vía Layetana acusado de actividades contra el Régimen. El tercer hombre que se acercó a Maruja fue un viejo estafador, el Roger quien, incapaz de enfrentarse a la nueva hornada de chorizos, más jóvenes, más duros y mucho más violentos, decidió jubilarse anticipadamente. La Criolla le advirtió que nunca trabajaría para ningún hombre, pero Roger la convenció de que no quería vivir de ella, sino con ella. Maruja rió con ganas, le contempló con ternura, le agarró del brazo y se lo llevó a la pensión. Formaban una extraña pareja, pero cuando empezaban a quererse, comprenderse y soportarse sin reproches, don Don se cruzó en sus vidas. El Roger, que tenía cuentas con la justicia, murió en la Modelo, donde Dámaso se ocupó de encerrarlo.
El último de los amantes sería Damián, otro extremeño que llegó buscando una vida más digna. En Villarta había dejado madre, hermanos y una medio novia, con la que únicamente había cruzado miradas y rubores, y que había previsto desposar cuando los sueños empezaran a cumplirse. Pero los sueños y la realidad circulan por caminos divergentes. Sus primeros pasos en Barcelona fueron dirigidos por sus paisanos, uno le recomendó la patrona, otro dónde buscar empleo, el tercero cómo moverse por la ciudad, algunos le prestaron unas perras, pero todos lo hicieron sin esperar nada a cambio. Damián, además de terco, era espabilado y muy trabajador, inmediatamente encontró trabajo en la sección de pintura de la SEAT. La vida le sonreía, tenía un buen jornal y pronto podría traerse a los suyos y cumplir su promesa. Pero, siempre tiene que haber un pero. Pero, decía, sus nuevos amigos pertenecían a la cáscara amarga. Acudió a reuniones prohibidas y participó en asambleas ilegales. Distribuyó ejemplares del Mundo Obrero, más por solidaridad que por compromiso, lanzó octavillas durante alguna reivindicación y sirvió de enlace entre células. En un encargo menor conoció a la Criolla en la Cervecería Universidad, se la presentaron como compañera Virtudes. Tuvieron varios encuentros antes de encamarse. Su aventura levantó las iras de los camaradas y los celos don Don, aquellos porque conocían su relación con el policía y éste porque estaba decidido impedir la felicidad de la muchacha.
Don Don, que descubrió la relación de los jóvenes casualmente, sometió a Damián a una vigilancia relajada pero metódica porque necesitaba encontrar un pretexto para ahuyentar al muchacho. Sus investigaciones no ofrecieron resultado, el joven carecía de pasado, y en la fábrica de la Zona Franca nadie sospechaba que anduviera en malos pasos. Su capataz llegó a calificarle, sin el menor rubor, como un desgraciado más. Don Don no quedó satisfecho con las explicaciones del encargado, y perseveró. Vis pacem para bellum era un latinajo aprendido quién sabe dónde, que el guindilla recitaba con deleite. Aunque podía imputarle cualquier delito y encerrarlo una temporada no deseaba recurrir a las malas artes para librarse de él. Dicen que la Fortuna sonríe a quienes la sigue y persigue. Don Don encontró a Damián en animada conversación con un conocido activista en el bar Pastis, hizo mutis por el foro y anotó cuidadosamente el sorprendente evento. Sin embargo, ni la llegada ni la salida precipitada del policía pasó desapercibida. Damián y su acompañante fueron advertidos de inmediato, dieron por finalizada la reunión y pusieron en marcha los planes para desaparecer. Damián se hallaba en posesión documentos que era necesario enviar al otro lado de los Pirineos y me utilizó para hacerlos llegar hasta la compañera Virtudes, la Criolla, porque ella sabría darles curso. Si me eligió fue porque nadie iba a sospechar de un pipiolo.
Virtudes la Criolla no era argentina, ni uruguaya, ni chilena, ni americana siquiera. Había nacido en Zafra, pero la apodaban la Criolla porque su madre le había contado que era la hija ilegítima de un americano que vino a hacer las Américas en España y regresó a su hacienda del Paraná cuando a los de aquí les dio por liarse a tiros. Su padre verdadero había sido un tranviario gallego que huyo y se refugió en su aldea. Vejada, abandonada, triste y en embarazadísima, la madre de la Criolla, regresó a Zafra, donde nació la niña en el otoño del treinta y seis. Los abuelos pacenses no llegaron a conocer a su nieta, desaparecieron en la cuneta de la carretera de Llerena a finales del verano. Madre e Hija regresaron a Barcelona durante los años del estraperlo. La madre ejerció la prostitución para alimentar a la hija, y la hija porque no había conocido otro mundo. Ninguna reconocía haber inventado la leyenda de la Criolla. Sea como fuere, a las dos les gustaba el calificativo, porque, al llamarse igual, las diferenciaba, y así se llamaban la una a la otra: Virtudes y Criolla, Criolla y Virtudes.
Siendo moza la Criolla, Virtudes, su madre, murió a consecuencia de una mala puñalada propinada por un cliente insatisfecho. El alcahuete de la madre pretendió recogerla y protegerla, pero la muchacha se negó. Ella no necesitaba ningún chulo que la defendiera.
─Va usted a la mierda ─ le largó, ni corta ni perezosa, al proxeneta.
El rufián levantó la mano para abofetearla, pero don Don le retuvo desde atrás.
─¿Ande vas? Si la niña no quiere, no quiere.
No hubo más. Ni menos. Don Don la arrastró con él, hasta que la Criolla se cansó de alimentarlo y le abandonó. Una mañana se presentó en la comisaría de Conde del Asalto, ataviada con sus mejores galas, preguntó por Dámaso Ordóñez Núñez y cuando el policía, pasmado por su presencia y desfachatez, salió con aire amenazador, Virtudes le comunicó que se acabó lo que se daba, ante el asombro de los presentes.
─Y nunca mejor dicho ─ murmuró el guardia de guardia.
Virtudes la Criolla, cosida a navajazos, apareció muerta en la puerta de uno de los tugurios que había frente a mi casa, que yo la vi. Bueno, verla, verla, lo que vi fue la sábana que cubría su cuerpo desmadejado, bajo la tela blanca se adivinaba su imposible postura. Lo pude ver porque me colé entre las piernas de los curiosos. Junto a ella, anotando algo en su bloc, estaba don Don, vistiendo el mismo gabán con el cuello levantado, el mismo sombrero y sosteniendo entre sus labios una colilla de Farias, mientras otro hombre, trajeado y de mirada distante, miraba y remiraba por debajo de la sábana, y tres policías uniformados se dedicaban a mantener alejados a los curiosos. El cuerpo yacente permaneció allí hasta que vino el furgón de la morgue y se la llevó a Montjuïc.
La policía, y muy particularmente Don Don, anduvo tras los pasos de Damián, pero nadie lo encontró. Tampoco nosotros tuvimos noticias suyas durante mucho tiempo. Le acusaron de la muerte de Virtudes, alias la Criolla, todas las pruebas indicaban que se trataba de un crimen pasional. Y vaya si lo había sido, la muerta recibió noventa y tres puñaladas, y eso no se le hace a una persona si no hay rabia y rencor. La portada de El Caso mostraba a toda página la fotografía de la sábana y un retrato de Damian sacado de su D.N.I. y, en el interior, seis páginas explicaban, con todo lujo de detalle, cómo había transcurrido el execrable crimen, las biografías de la muerta y del homicida, una entrevista con don Don exponiendo su teoría y sesudos análisis de reputados especialistas.
La fotografía del DNI no hacía justicia a Damián, porque ya he dicho que Damián era un muchacho guapo, y si no lo he dicho, lo digo ahora, y así resultaba imposible reconocerlo. Fuera porque no le buscaron con verdadera tenacidad, fuera porque no interesaba encontrarle, el caso es que nunca consiguieron atraparlo.
La última vez que me crucé con Damián fue en Villarta, habían transcurrido cinco años, y estaba casi tan irreconocible como en la fotografía de El Caso. Vivía como un ermitaño en una casa ruinosa y no hablaba con nadie. Solía pasear durante la noche por las calles oscuras, caminaba a zancadas y fumaba un cigarrillo tras otro, como desequilibrado. Todos evitaban encontrarlo, apartándose de su camino, para no irritarlo. Decían que había enloquecido porque una mala mujer le dio a beber una pócima que le nubló la razón. Infundios, bulos, rumores, calumnias, patrañas, embustes, mentiras y más mentiras. Damián enloqueció de impotencia y rabia. Yo estaba asustado, porque decían que pegaba a la gente sin motivo ni razón. Para aumentar mi zozobra, nos topamos de bruces en una calle solitaria y oscura y, antes de que pudiera huir ni decir esta boca es mía, me sujetó por el brazo, con firmeza pero sin brusquedad, no vi locura reflejada en su rostro, sólo lamento y súplica. Acercó tanto su cara a la mía que pensé que el olor a tabaco me haría vomitar:
─No fui yo, Alvarito. Yo no fui.
Desapareció tan repentinamente como había aparecido y no pude reaccionar. Nunca más le he vuelto a ver, jamás he tenido noticias suyas.
A don Don si le volví a ver, apoyado en una farola y limpiándose las uñas con el filo de una navaja automática pero, para entonces, yo estudiaba en la universidad y me había olvidado de Virtudes la Criolla y de los años que viví en la calle de Arai.