Iba a cumplir siete
años, y era feliz en mi ignorancia, cuando padre anunció que se marchaba. Lloré desconsoladamente durante una semana y
no quise creer a madre, que insistía en un pronto regreso pero, como suele
ocurrir con las querencias infantiles, el amor filial se transformó en
resentimiento, terminé depositando todo mi cariño en madre y en María Isabel,
mi primera maestra.
El invierno transcurría
aburrido, sin sobresaltos. Asistía al
colegio ilusionada porque empezaba a reconocer letras y palabras, ayudaba a madre
con la pequeña María, que gateaba con agilidad y no paraba quieta
ni un momento, jugaba en la calle con Eugenia y Felisa, vecinas y amigas, cuando
no hacía demasiado frío y lloraba, seguía llorando a escondidas, la ausencia de padre.
Un día, doña María
Isabel, como nos obligaba a llamarla, nos reunió en un aparte a Eugenia,
Felisa, Manolo el seboso, el hijo del tendero, Carlitos y a mí, para informarnos que
todos los sábados por la tarde, hasta nuevo aviso, teníamos que acudir a la
iglesia para aprender Catecismo. Ignoraba qué era eso del catecismo, pero tenía tanta sed de conocimiento que me inicié
con ilusión. Luego, de mayor, empecé a
pensar, y me desilusioné. Sin embargo, a
los siete años cualquier posibilidad de conocimiento despertaba mi interés. Don Anselmo, el párroco, relataba las vidas
de los santos con tanto lujo de detalles que las convertía en amenas por
despiadadas, aquellos hombres y mujeres que morían descuartizados, quemados en la parrilla,
asaeteados, devorados por fieras o con los pechos arrancados con tenazas, sufrían
sus tormentos con entereza en defensa de la fe y para reafirmar el poder de Dios. Inculcaba
el temor divino y la fe en Cristo, el hijo de Dios hecho hombre. Nunca entendí ni el misterio de la Trinidad ni otros dogmas de fe, pero algo más que Manolo el seboso sí
comprendí. Fernando el seboso junto a Carlitos consagraron a saquear la Sacristía para beberse el vino
de misa, un vino dulce muy rico, y comerse las hostias sin
consagrar que el cura guardaba en un caja de galletas, hostias que se pegaban en el cielo de la boca y había que ser muy diestro para despegarlas sin ayuda de un dedo. Cuando fueron descubiertos juraron no haberlo hecho, negación que, según don Anselmo, constituía pecado mortal. Mi imaginación no pudo sustraerse a la idea de los dos niños achicharrándose en las del brasas
averno.
De las charlas sabatinas extraje
pocas conclusiones y muchos tabúes que me han perseguido desde entonces, y una molesta preocupación a morir en pecado y quemarme en la hoguera de Pedro
Botero. Ese miedo, aunque pensaba
tenerlo controlado, como la represión interior, me asalta todavía hoy a los
treinta y seis años, aunque consigo controlar los deseos de entrar en la iglesia más cercana y compartir mis faltas en el confesionario.
Cierto día, mientras
escuchaba con los ojos cerrados las amenazas del hombre que tenía la misión de
explicarnos las bondades de la fe, mi primo Andresín entró en el templo
gritando y sudando como un poseso, casi igual a como yo imaginaba la entrada de
Jesús en el mercado. Todos nos
asustamos, incluso don Anselmo dio un respingo, al parecer carecía del deseo de santidad. Debió sorprenderle su humanidad porque reaccionó
amenazándonos a todos con el infierno por haber roto el
recogimiento del templo y habernos abandonado a la risa sana. Andresín me buscaba con la mirada desde el
pasillo central, mientras gritaba que mi padre había vuelto. Y yo, sin escuchar al cura, que me señalaba
con el índice acusador, mostraba la altura de las llamas eternas, y advertía sobre la divina represalia si no me sentaba
hasta el final de la catequesis, salí corriendo como alma que lleva en diablo,
nunca mejor dicho, dejándole con la palabra de Dios en la boca y con cara de incrédulo.
No podía ser, padre
había regresado de la ciudad. No sabía
de cual, pero tampoco importaba. Me
abracé a su cintura con todas mis fuerzas y me negué a soltarle para evitar que
se marchara otra vez, era tanta la fuerza con la que me aferraba a padre que
dormí en la cama con él y con madre, la fuerza me la proporcionaba la desconfianza
de que la suya no fuera una visita rápida, como las de don Julián, el
médico. Nadie consiguió separarnos.
Trajo regalos para todos. Para María una muñeca más grande que ella, para
Andresín un buzo, un boxeador y un futbolista de plástico, que fueron la envidia
de todos los niños del pueblo durante meses, y para mí unos zapatos de charol y
un vestido de primera comunión. Un
vestido de organdí blanco suizo que madre y abuela tuvieron que transformar
para que no pareciera una sábana almidonada sobrepuesta con torpeza sobre mi cuerpo de niña. Los zapatos de charol también resultaron
demasiado grandes para pies tan escasos. ¡Estos hombres! suspiró abuela. Fue
necesario rellenar la puntera con algodón para poder calzarlos el día señalado. A madre no sé qué le
regaló pero durante días ella lució una sonrisa bobalicona.
Al día después de la
comunión no regresé a la escuela. Madre
me levantó de noche. Padre y tío
Cristóbal, el padre de Andresín, junto a la lumbre, hablaban en voz queda,
cuando entré, adormilada y gruñendo por lo temprano de la hora,
sonrieron abiertamente, mostrando unos dientes amarillos por el tabaco. Tío Cristóbal nos
acompañó hasta la viajera cargado de bultos, se despidió de padre con lágrimas
en los ojos, y a María, que dormía plácidamente en brazos de madre, y a mí nos
beso como temiendo un reencuentro lejano.
Dormí durante todo el trayecto
del desvencijado autocar que nos llevó hasta la ciudad. Desperté cuando aparcaba dentro de la
cochera. Nunca antes había visto tanta
algarabía, tantos coches grandes, medianos y pequeños, ni tanta gente diferente
cargando cajas, maletas y bultos informes, todos ellos hablando a gritos y moviéndose como si el
fin del mundo estuviera próximo. En la cochera aguardaba
el tío Paco, que vivía en la ciudad desde que se peleo con abuela por un asunto
de faldas, y que nos ayudó a trasladar los bultos hasta el otro extremo de la
ciudad. El tío Paco era joven y muy guapo
y a mí siempre me hacía reír. Yo le
quería mucho pero madre nunca le hablaba, no sé por qué, con lo divertido que
era. La caminata fue muy larga y cansada pero, finalmente, llegamos a la
estación del tren. Si la cochera de los
autobuses me impresionó por su grandeza, la estación de ferrocarril me
sorprendió porque en ese momento entendí el chiste infantil: ¿por dónde pasa el tren? Por la vía. Calla tonto que ya lo sabía. No era ni más
grande ni más pequeña, era diferente. Como nunca antes había salido del pueblo, todo resultaba novedoso y mis cinco sentidos se debatían
intentando captar todo lo que quedaba a su alcance, desde el vuelo de una mosca
hasta el mozo de cuerda que acarreaba paquetes de aquí para allá, mientras vociferaba para que le dejaran campo libre, y cuyo rostro
me resultaba conocido.
Esperamos muchas horas sentados sobre nuestras cosas hasta que llegó el tren que esperábamos.
Desconocía nuestro destino y tampoco pregunté, no pregunté nada aunque moría de ganas por conocer hasta el último detalle de todo cuanto veían mis ojos, de todo cuanto
oían mis oídos, de todo cuanto entraba por mi nariz, de todo cuanto rozaba mi
piel, de todo lo que paladeaba mi lengua, pero temía distraerme y perderme algo
esencial. Estaba tan impresionada por
las novedades que no pronuncié palabra, yo que siempre tuve fama de
vivaracha y pizpireta. Estaba absorta en
el nuevo mundo que se me ofrecía y no me importaba ni el tiempo ni el
destino. Encandilada, escrutaba todo con
suma atención, sin perder detalle.
Los asientos del tren
eran de madera, pero eso tampoco supuso un problema, ni siquiera llegué a
sentarme, caí rendida sobre la falda de madre a altas horas de la noche,
mecida con el tracatrá del borreguero, un tren que se detenía en todas y cada una de las estaciones y
apeaderos del recorrido para recoger a más hombres, mujeres y niños tan
parecidos a nosotros que sólo se diferenciaban por los parches en los trajes de pana.
Se adivinaba el alba cuando
padre me despertó y nos hizo bajar del tren.
Estaba muy nervioso y chillaba por cualquier cosa. Yo recibí su mal humor en forma de pescozón
porque había dejado caer una caja primorosamente envuelta. No lloré porque no me hizo daño, pero me dio tanta
rabia que por un rato dejé de quererle como le quería desde su vuelta a casa. Antes de que termináramos de bajar, el convoy
reinició la marcha y padre, que todavía estaba arriba, saltó ágilmente para no
dejarnos solas en un lugar desconocido.
Dijo una palabrota, que no voy a repetir, y un señor vestido de verde y
armado con un fusil le llamó la atención, que yo lo oí, padre juró en arameo
cuando el del fusil se alejó, pero esta vez maldijo bajito, por poco no
le oigo.
No comprendía porqué permanecíamos
en la estación si habíamos llegado. Pero estaba equivocada. No habíamos
llegado. Madre sacó la merendera con el
chorizo, los huevos duros, la tortilla de patatas primorosamente cortada en
tacos y cenamos todos. Padre hizo
circular la bota de vino y un señor, que esperaba a nuestro lado, nos
ofreció queso. Yo no quise porque estaba
en aceite y a mí me gustaba el queso fresco que madre me ofrecía antes de
apretar la cincha de esparto y guardarlos en la cámara para que secara.
Estaba inquiera y nerviosa
y, aunque los párpados me pesaban y los
ojos se me cerraban, no quería dormir.
Al final ocurrió, claro.
Me despertó madre cuando padre, ya subido en otro tren más largo que el
anterior, gritaba asomado a una ventanilla por la que subimos bultos,
cajas y niñas. Nos instalamos en un
compartimiento abarrotado, porque padre había sido previsor y había pagado reserva, aunque él hizo todo el trayecto de pie, en el pasillo,
junto a otros hombres, a veces, cuando le buscaba, no era capaz de distinguirle
entre los otros. Yo fui y vine hasta
acabar dormida en brazos de una señora que dijo ser sevillana y que tenía una
voz alegre y cantarina.
Con el primer rayo de
sol que se posó en mis ojos desperté y no volví a cerrarlos hasta muchas horas
después. De pronto se habían acabado las
inmensas llanuras terrosas y la línea azulada y ondulante del horizonte que
padre dijo que eran montañas lejanas.
Por la ventanilla entraba ahora otra llanura, esta azul, un azul intenso
sin horizonte. Mira, hija, el mar, dijo
padre con los codos apoyados sobre el cristal de la ventanilla. Sin embargo, antes de ver el agua, noté la
sal en el paladar sin saber qué era ese sabor extraño y maravilloso, ¿cómo reconocer la inmensidad y grandeza de lo desconocido? Una gran sorpresa para
mis siete años y medio. Nunca
había visto tanta agua junta. Ni siquiera la charca más grande del río, la del Burro, que casi se
secaba durante el verano, podía comparársele. Mira, mira,
mira, gritaba señalando al horizonte, deseaba que todos los viajeros sintieran
la misma emoción que yo. Hubo quien miró,
desangeladamente, los más siguieron buceando en sus pensamientos.
El final del trayecto no lo
recuerdo, sé lo que me han contado, pero eso no viene ahora al caso.
Desde ese primer viaje
mi destino quedó marcado por el tren.
En la adolescencia viajaba para asistir al instituto. Ahora, en la edad adulta, por trabajo. Sueño con hacer un gran viaje en tren, y sin
embargo, contra toda lógica, los grandes viajes los realizo
siempre en avión. Será porque la falta
de tiempo me supera y quiero conocer mucho en poco tiempo. El avión ha hecho el mundo pequeño y eso beneficia
mi instinto viajero. Sin la ayuda del pájaro
metálico nunca habría conocido culturas tan diferentes y tan lejanas como las
que he conocido. Pero sigo soñando con disponer
del tiempo suficiente para realizar un largo viaje en tren, un viaje lento y
tranquilo que me acerque a las gentes y a las culturas de verdad. Tampoco tiene porqué ser un recorrido mítico
como el Transiberiano, el Orient Express, Indian Pacífic ni el Tren a Las
Nubes, pero sí un viaje relajante y tranquilo.
Mientras llega el día, seguiré viajando subiendo al cercanías mañana y
tarde.
Un día, cuando me jubile,
realizaré el viaje que me espera detrás de un sueño. Algún día seré la viajera del tren de mis
sueños.