Charlas en el cerrillo quiere ser un lugar de encuentro para todos aquellos interesados en la palabra escrita. Aquí tendrán cabida ideas, pensamientos, opiniones, anécdotas y relatos. Porque muchas veces las ideas más acertadas, los pensamientos más ingeniosos, las opiniones más certeras y las anécdotas más divertidas acaban perdiéndose por no tener un foro donde ponerse negro sobre blanco. También los relatos, cuando no se dispone de editor, terminan arrinconados en un cajón, razón por la cual muchas buenas historias jamás serán leídas.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Al cielo sordomudo

hoy amanecí con los puños cerrados
pero no lo tomen al pie de la letra
es apenas un signo de pervivencia
declaración de guerra o de nostalgia
a lo sumo contraseña o imprecación
al cielo sordomudo y nubladísimo
Mario Benedetti.






Isidoro Hontanilla ya no era joven. La vida pasó por su lado maltratándole infamemente, sin compasión. Con su maleta a cuestas entró en el amplísimo vestíbulo de la estación. Hormiguero de idas y venidas. En la calle quedó la noche cerrada y fría.
El mismo frío de la primera huida, aunque el vestíbulo pertenecía a una pequeña estación de provincias donde el reloj marcaba las nueve de la noche desde hacía años. Por entonces arrastraba bultos y familia, sin embargo, coincidió que esa era la hora real del frío día de invierno que eligió para la marcha. En la calle el frío se colaba entre las ropas raídas y calaba los huesos. El día había sido lluvioso y a esa hora tardía lloviznaba ligeramente, a la vez que un viento racheado jugueteaba con las finas gotas de agua, lo que transformaba en eventuales los refugios. Aquellos que se aventuraban a cruzar las calles eran vapuleados ferozmente por el viento. El agua se les colaba por cualquier rendija por mucho que corrieran para refugiarse bajo las marquesinas. Un vetusto Fiat, con los cristales empañados, hacía sonar su bocina nerviosa. En el interior, se adivinaban los movimientos del impaciente conductor atrapado, contra su voluntad y su paciencia, en el atasco de personas que pugnaban por alcanzar el vestíbulo para refugiarse del temporal. El hombre al volante, bajó el cristal de la ventanilla y gritó, pero su voz quedó apagada por el silbido de un tren que partía lentamente.
Isidoro, refugiado ahora en la estación se atusa el pelo, se desabrocha el gabán y cuidadosa y ordenadamente registra todos los bolsillos, pero de todos ellos extrae la mano ruda y callosa, sola.
“Toma. Un pañuelo limpio. ¡Ay los hombres! No sé dónde tendrán la cabeza.”
Detrás del mínimo gesto ella está presente. Cualquier imagen le devuelve su imagen. No la deprimente y fría de los últimos días, cuando recorrían en silencio los blancos e impersonales pasillos del hospital. Ni la de las últimas horas de agonía, cuando sentado junto a su cabecera, apretaba los dientes para sujetar la rabia sin sentir el dolor ni la sangre.
Sacude Isidoro la cabeza con fuerza para borrar las imágenes dolientes que, otra vez, ocupan su mente; limpia las gafas con un pico de la camisa, busca un lugar donde sentarse y, cuando lo encuentra, se derrumba pesadamente. Mientras las limpia, sus ojos glaucos y vidriosos, por el recuerdo, le devuelven un mundo borroso, empequeñecido y deforme. Enfrente, ajenos a él, una pareja se arrulla tiernamente, más allá un grupo de soldados ríe abiertamente a la vida y a su propia juventud.
Fue un día inolvidable, la espera había merecido la pena. María apareció radiante en el umbral de la iglesia. El traje elegido para la ocasión había hecho su servicio en otras bodas de la familia, pero el sol que brillaba a sus espaldas la revestía de un aura de felicidad que ella se encargaba de ampliar con su abierta sonrisa y la felicidad que desprendía. Escondidos en lo más remoto de la memoria el recuerdo por el hermano y el padre muertos en la guerra. A pesar de eso, Isidoro nunca la vio tan radiante.
El pueblo entero tenía la certeza de que ese enlace se llevaría a cabo. Desde muy chicos eran inseparables. Se intuía la mutua atracción con sólo verlos juntos. Nadando en la alberca, jugando en la plaza del Ayuntamiento. Juntos descubriendo el amor, juntos pasando la vida. Juntos, siempre juntos.
“Vamos niños, subir al tren. A ver, María, pásame esos bultos”
¿Cómo surgió la idea de marchar, de abandonarlo todo, de empezar de nuevo? Bueno, no fue exactamente una idea. Más bien se trataba de una necesidad. Les obligó la vida. Resultaba duro enfrentarse a una nueva vida, abandonar lo que se ama sin saber muy bien por qué, lanzarse a un mundo desconocido cuando no se tiene más que el propio coraje. Pero, cuando se pierde toda esperanza, cuando la lucha diaria sólo engendra desesperación, cuando llevarse un bocado decente a la boca implica renuncias y esfuerzos, de qué sirve dejarse la piel en el monte y la rabia en el estómago, para qué seguir persiguiendo la miseria.
Así, lentamente, encabezados por los más desheredados o los más valientes y seguidos por casi todos los demás, se fue despoblando la tierra inhóspita y cruel que les chupaba la sangre y la vida, abandonando los montes que les vieron nacer y que les negaban lo indispensable para sobrevivir. Y ellos se rebelaron de la única manera posible, huyendo. Al amparo de las primeras luces del alba enfilaban un día sí y otro también el polvoriento camino de la esperanza.
Y unos y otros regresaron. Como aves migratorias recuperaron el nido. Con el calor del verano, y año tras año, volvieron para recuperar el paisaje que tenían alojado en el corazón. Los desarrapados volvieron triunfantes, desafiantes. Luciendo sus zapatos nuevos y sus vestidos recién comprados. Posiblemente adquiridos con mucho esfuerzo, a costa de necesidades más urgentes, de esas difíciles de descubrir con una simple mirada, creando, en los que se resistían, la imagen del triunfo sobre la miseria. Sus charlas giraban siempre sobre el mundo de ensueño en el que vivían, del dinero que corría por sus manos, de la abundancia del trabajo para todo el que tuviera los suficientes arrestos, de las mujeres de ensueño hablaban bajando la voz y con medias palabras, no tanto para que no les escuchara la novia o la mujer como para ocultar el embuste. En el olvido permanecía la dura realidad. Las extenuantes jornadas, el sueldo de miseria, el hacinamiento de las viviendas, el agobio del metro a las siete de la mañana, el “bocata” de sardinas en escabeche diario, el sueño atrasado.
Para los solteros las historias de conquistas, juergas y jarana constantes. Para los casados un futuro de bienestar para los hijos. De esa manera cada verano el número de zapatos brillantes aumentaba en detrimento de las abarcas. Las calles empedradas soportaban el peso de las envidias y de los recelos, de las palmadas animosas y de las miradas furtivas.
María e Isidoro se resistían a soñar. En su ignorancia presumían el engaño. Intuían las medias verdades de los veraneantes, que sus sonrisas no eran sinceras. Les empujaron la pobreza, la necesidad y un hermano de él que les contó la verdad. Vendieron lo vendible, regalaron lo innecesario y lo demás lo cargaron con ellos, para desaparecer una mañana al despuntar el alba por el camino pedregoso por el que se marchaban todos.
El viaje fue largo, repleto de inseguridades y miedos. Cuando llegaron a Alcázar de San Juan era noche cerrada, una noche obscura y amenazadora. La estación del ferrocarril medio en penumbra, triste y melancólica, como adivinando quiénes eran y de dónde venían. En el anden, abarrotado de bultos y familias resguardándose de la lluvia y del viento y de miradas perdidas en los recuerdos viendo pasar el tiempo, una pareja de la Benemérita arrebujados en sus capotes, con el tricornio calado hasta las cejas, pasea su verde autoridad con la insolencia del que no hace tanto ha abandonado la miseria, chapoteando en los charcos el cuero de sus botas relucientes para que todos supieran que tenían los pies secos y calientes. La “pareja” se detiene inquisidora ante los diferentes grupos que se resguardan del viento y del agua, pasando la bota de mano en mano para retener el calor que poco a poco abandona los cuerpos, aguardando con fiereza la tajada de chorizo, el tocino frito, la tortilla de patatas con los que matar el hambre. Los más pusilánimes intentan el soborno con el queso o el lomo grasientos, a la vez que, los civiles impasibles y expeditivos, piden los documentos con la autoridad y el miedo que transmite su uniforme, especialmente a lo que se refugian en las sombras aturdidos por el sueño.
Los niños, desafiando la lluvia y el viento, corretean por el andén, sorteando personas y carretillas, gritando al mundo su alegría, ajenos al cansancio y al futuro.
Los trenes entran y salen de la estación continuamente. Trenes de ida y vuelta que los altavoces anuncias roncos, parsimoniosos y con retraso, trenes que ocupaban la vía segunda anden tercero, pero no el ansiado.
Fueron siete horas de atraso sobre el horario previsto. Las quejas, si las hubo, fueron silenciosas. Clareaba el alba cuando los altavoces anunciaron la llegada del “sevillano”. El tren se situó en su vía con gran estrépito de hierros. El silencio se transformó rápidamente en bullicio. Como movidos por un resorte invisible todos los que esperaban en la estación se pusieron en movimiento casi al unísono. Se desencadenaron los gritos, las carreras, y los nervios. Todos preguntaban y nadie respondía. Las madres se apresuraban a rescatar a las criaturas que, agotadas, dormitaban sobre las muchas pertenencias. Los hombres se arremolinaban frente a las puertas o apilaban sus bártulos. Todo el andén entró en ebullición a la vez que el tren silbaba para anunciar, al fin, su llegada.
Hubo carreras y empellones por lograr el mejor lugar para asaltar los vagones. Los más arriesgados o experimentados se agarraron a los pasamanos de las puertas aún antes de que éste se hubiera detenido por completo, con la vana esperanza de conseguir un asiento. Asiento que sólo lo más afortunados conseguirían. El tren venía completo desde el origen, incluso las reservas habían sido vendidas por duplicado e incluso por triplicado lo que ocasionó varios altercado y alguna reyerta que los “civiles” cortaron expeditivamente. Los rostros de los que llegaron con el tren no se diferenciaban de los que aguardaban en la estación, todos tenían el mismo rictus de miedo y amargura.
Pronto los bultos y las personas se hicieron dueños de los pasillos y los pocos huecos disponibles. La sensación de hacinamiento era total. Los olores y los hedores se mezclaban y confundían. Los incautos perdían sus lugares por confiados. Ir a fumar un cigarrillo o a descargar la vejiga se convertía en una odisea. Las riñas y trifulcas se sucedían de compartimento en compartimento. Y, sin saber cómo ni cuándo surgió una sensación nueva. Los afortunados que venían sentados cedían sus asientos a los más agotados, compartiendo el lugar por turnos. Todos comprendían que los rifirrafes eran más producto del agotamiento del viaje que del egoísmo. Los hombres, acodados en la ventanilla, fumaban sin parar, mientras se consumía la extensa llanura y al frente se abría el infinito.
Fueron diez horas de monótono traqueteo las que desembocaron en el mar azul, infinito y desconocido, donde se perdía la vista y nacía la esperanza. Todos los niños, sin excepción, pegaron sus naricillas contra los cristales. Muchos adultos les imitaron, y mientras el salitre les inundaba los pulmones, sus mentes, tozudas y cetrinas, evocaban el aroma dulzón de la mánguila, de la jara y del romero, del olivo y de la vid. El aroma del pasado es agridulce, el del futuro salado.
Cuando ya las sombras se apoderan del cielo y el mar se confunde con la noche, cuando sólo permanece la espuma blanca de las olas, cuando desaparece la sorpresa inicial retorna el cansancio y el hastío. Pero las últimas horas parecen pasar con mayor urgencia. La ciudad se acerca y con ella el bullicio crece. A lo lejos, cientos y miles de bombillas se aproximan como si millones de luciérnagas sobrevolaran el horizonte. Por fin, el convoy penetra en las entrañas de la ciudad a través de un interminable túnel, de una noche infinita. El tren todo entra en un jolgorio y algarabía desconocidos e imprevisible sólo unos minutos antes. Gritos, órdenes y desorden, risas y lágrimas de niños y adultos se apoderan de ambiente.
Los más afortunados encuentran en el andén el rostro amigo que les rescata del caos. Hermanos, primos, amigos, de expresión tan cansada como la de los recién llegados, se funden en prolongados abrazos y saludos. Los demás, aquellos a los que nadie espera, son los últimos en abandonar el tren, en romper las amarras que les sujetan al pasado. Descienden cargados de bultos y temores, pisan con respeto el suelo, con cuidado para no romper el espejismo. Sorprendidos y asustados por el derroche de luz eléctrica, por la inmensa bóveda de hierro suspendida de sus cabezas, por la maraña de gente nunca antes vista. Los niños, aferrados a sus padres, bostezan por el sueño interrumpido y por la grandiosidad de lo que les rodea.
Una vez que consiguen alcanzar el exterior les asaltan vividores de todos los pelajes. Timadores ofreciendo la fortuna inmediata, descuideros acechando su oportunidad para despojar a los desheredados que llegan en manadas, taxistas a comisión que ofrecen viaje y alojamiento, todo en uno, el gran mercado de Bagdad está servido. Pronto descubren que el espaciosísimo vestíbulo de mármol negro está reservado para los que se van, los que llegan entran por una puerta de servicio, lateral, angosta y oscura.
El taxista elegido, más por su labia que por su aspecto, cuenta cómo, también él, llegó así, durante la noche, en el mismo tren, con centenares de desgraciados, por la misma puerta y con el mismo miedo que presentía en los callados viajeros de la parte posterior. Ahora, se gana bien la vida con el taxi. Y aconseja, mientras el automóvil callejea entre calles estrechas y oscuras: “lo que importa son las ganas de trabajar, lo demás llegará por sí solo”. La pensión, en pleno barrio chino, es fea y húmeda, pero Isidoro y su familia sólo piensan en dormir, en quitarse el cansancio de encima.
Con la luz de la mañana llega el frenesí. Las calles desiertas de la noche entran en ebullición. Hombres, mujeres y niños, llegados por miles de quién sabe dónde inundan las callejuelas, para dispersarse poco después por toda la ciudad, unos hacia el trabajo, otros en su busca. Recorren fábricas, talleres y obras, cualquier cosa es buena cuando se carece de oficio. Muchos reventarán en los andamios o en las cadenas de montaje por un salario de miseria, pero a fuerza de horas robadas al descanso se consigue sobrevivir y hasta ahorrar un poco.
Isidoro encontró trabajo el quinto día de peregrinaje. Después de patearse la ciudad, desde el alba al anochecer, consiguió un empleo de “manobra” en un bloque de apartamentos del Eixample donde pasó varios meses acarreando ladrillos, cemento y arena a destajo. Después los empleos se sucedieron vertiginosamente, una fábrica de alabastro en Ciudad Meridiana donde casi se deja los pulmones, fregando vagones de tren bajo el puente de Marina, cobrando recibos de una constructora, vigilando los coches de un parking durante la noche. Hoy aquí y mañana allí. Añorando los espacios abiertos, el olor de la tierra mojada, el áspero aroma de la paja recién trillada. Y, entre empleo y empleo, nuevo alojamiento. De la pensión a un piso realquilado, cuatro personas, dos adultos y dos niños durmiendo en nueve metros cuadrados, sin una ventana por la que pudiera colarse el aire y la luz, tan necesarios y tan añorados. Posteriormente una chabola de techo de uralita en la ladera de Montjuich, donde las ratas campaban a sus anchas entre las personas y los enseres. Finalmente un piso de protección oficial en la Verneda. Uno de esos bloques donde se hacinan los excluidos de la sociedad, sin servicios sociales ni garantías, donde los defectos aparecen antes de que los albañiles terminen su trabajo y poco después de que los beneficios del constructor se encuentren a buen recaudo en la Banque Suisse. Un piso en el submundo de la ciudad.
Una vez conseguido el trabajo estable y la vivienda oportuna los acontecimientos se desencadenan tan rápidamente que, cuando uno se lo despierta, tiene el pelo blanco y la cara arrugada. El hijo mayor, Manuel, que apenas contaba los catorce cuando empezó a trabajar, fue siempre un perdedor. Se casó tarde y mal. La mujer, dos años mayor, consiguió apartarle de la familia. El pequeño, Julián, se torció como un junco expuesto al viento. Era demasiado joven para trabajar y para aguardar el regreso de su madre, de su padre o de su hermano cuando terminaba las clases. Primero fueron travesuras de niño que se saldaron con alguna paliza excesivamente cruel, después llegaron las gamberradas del adolescente díscolo y malcriado al que no hacían mella las continuas azotaínas. Finalmente fechorías de adulto que le llevaron a la Modelo donde contrajo una enfermedad mortal y desconocida que le dejó en el esqueleto antes de entrar en el ataúd.
Desde el día que murió su segundo hijo María se abandonó. La consumía la tristeza y el dolor y lloraba continua y desconsoladamente por los rincones, sin motivo aparente. Envejeció prematuramente. No eran únicamente las canas ni la extrema delgadez las que denunciaban su estado. A todo ello se unían los descuidos y las distracciones. Había sido siempre tan fuerte y era tal su resignación que, cuando se quejó por primera vez, fue demasiado tarde.
El médico que la atendió en el hospital fue lacónico y cruel. Se moría y no había remedio. María se apagó por el dolor del hijo muerto, por la desaparición dolosa del otro, por la injusticia de su vida y por la terrible enfermedad que le corroía las entrañas.
Isidoro descubrió el llanto a los cincuenta y seis años. El mismo día que enterraron a María él comenzó a morir también. Hoy, cuando han transcurrido más de veinte años desde que llegó a la ciudad con todos los suyos, se sentía más viejo y cansado que nunca. Le asaltaron unas terribles ganas de llorar cuando subió al tren. Un tren moderno y cómodo, sin gentes agolpadas en los pasillos, sin maletas y bultos que estorbaran, un tren que no olía a chorizo, ni queso añejo, ni tortilla de patatas, donde no corría la bota de mano en mano, con camaradería. Un tren tan aséptico como los últimos años de su vida en soledad. Como la primera vez, hoy también rompía con lo que había amado. La historia se repetía a pesar de que él nunca la había olvidado, pero esta vez regresaba solo, abatido, derrotado. La humillación era un componente más de la huída.

[1] Primer premio en el 2º Certamen Nacional de Relato Corto, Cuenca 2002

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